Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!

 

El mes de noviembre recibe su tonalidad espiritual de las dos jornadas con las que comienza: la solemnidad de Todos los Santos y la conmemoración de los fieles difuntos. El misterio de la comunión de los santos ilumina de modo particular este mes y toda la parte final del Año litúrgico, orientando la meditación sobre el destino terreno del hombre a la luz de la Pascua de Cristo [1].

La Iglesia no sólo crece en este mundo, sino sobre todo en el "más allá". Así nos lo hace presente esta gran fiesta de hoy, en la que recordamos a la inmensa multitud de almas que, después de haber pasado por la tierra, gozan de la bienaventuranza eterna contemplando a Dios cara a cara en el Cielo. Mañana, día 2, conmemoramos a los difuntos que se purifican aún en el Purgatorio, preparándose para el momento en que Jesús les dirá: entra en el gozo de tu Señor [2]. Todos juntos formamos el Cuerpo místico de Cristo, cuya Cabeza es el Verbo encarnado; con Él y bajo Él tributamos a Dios Padre un incesante canto de gloria, por la virtud del Espíritu Santo. La consideración de este misterio de nuestra fe ha de movernos a dar gracias a Dios por su bondad y por la constante compañía de los santos, tratando de sacar más provecho de esta verdad tan consoladora.

Apoyado en esta realidad, nuestro Fundador buscó siempre –además de la protección de los santos del Cielo y de sus buenas amigas las almas del purgatorio [3]- la oración y la mortificación de las personas que trataba. Especialmente en los primeros años de la Obra, ante la grandeza de la misión que el Señor le había encomendado, acudió lleno de confianza a mendigar plegarias y sacrificios entre los pobres y enfermos de Madrid, convencido de que después de la oración del Sacerdote y de las vírgenes consagradas, la oración más grata a Dios es la de los niños y la de los enfermos [4].

Estas reflexiones acuden a mi pluma, porque en este mes se cumplen setenta y cinco años del momento en que San Josemaría comenzó a atender a pobres y enfermos en compañía de los primeros jóvenes que se acercaron a su labor sacerdotal. Ya varios años antes, como capellán del Patronato de Enfermos, se dedicaba personalmente a esa labor, con la que además asentó firmemente los fundamentos de la Obra. Pero en octubre de 1931, al cesar su servicio en aquella institución benéfica, para ocuparse de la iglesia y del Patronato de Santa Isabel, echó en falta el trato intenso con los menesterosos y los enfermos que había desarrollado durante los años anteriores. Lo relata en una de las anotaciones de sus Apuntes íntimos, cuando se refiere a su cambio de actividad pastoral: ayer hube de dejar definitivamente el Patronato, los enfermos por tanto: pero, mi Jesús no quiere que le deje y me recordó que Él está clavado en una cama del hospital... [5].

Venía de lejos ese afán de servir a todas las almas: apenas ordenado sacerdote, organizó catequesis y atención material a familias necesitadas en Zaragoza, acudiendo a varios barrios extremos de la ciudad, haciéndose acompañar por estudiantes universitarios; no pocos de ellos se incorporaron luego al Opus Dei, movidos por el celo apostólico de aquel joven sacerdote.

En cuanto comenzó a trabajar en el Patronato de Santa Isabel, desde el primer momento buscó el modo de seguir ocupándose de ese apostolado, en el que –como señala en otro lugar– quiso el Señor que yo encontrara mi corazón de sacerdote [6]. Conoció la existencia de una asociación de caridad, integrada por sacerdotes y laicos, que se ocupaba de atender a los enfermos del Hospital General, cercano a la iglesia de Santa Isabel. Tomó contacto con esa institución y el 8 de noviembre de 1931 formalizó su modo de colaborar. Los domingos por la tarde acudía al hospital para prestar los servicios necesarios a los pacientes. Allí conoció a algunos de los primeros que luego vieron que su camino de fieles de la Iglesia se encontraba en la Obra.

Me detengo en estos detalles porque nada de lo que se refiere a San Josemaría carece de significado para los fieles de la Prelatura. Hasta en las circunstancias más pequeñas de su vida se refleja fielmente el espíritu de la Obra, que cada una, cada uno, debe acoger, conservar y transmitir con veneración a las sucesivas generaciones.

¿Somos hombres y mujeres de caridad? ¿Cómo rezamos por las personas indigentes del mundo entero? ¿Ofrecemos mortificaciones, desprendimiento concreto según las reales posibilidades de cada uno, para ayudar a esos hermanos?

No quiero dejar de contaros la gran alegría que me ha causado la noticia de que ya comienza a ponerse en práctica un antiguo proyecto de San Josemaría: realizar en el Opus Dei todas las tareas para preparar la materia del sacramento de la Eucaristía.

Gracias a Dios, este sueño ya se ha convertido en realidad, porque en Chile –y espero que pronto pueda suceder en otros lugares–, con el cultivo del trigo y de las vides necesarias, ya disponen del vino y –dentro de poco– de las hostias para la celebración del Santo Sacrificio. Me imagino el gozo de san Josemaría, pues recuerdo con cuánto cariño hablaba de ese deseo.

Vuelvo al tema de esta carta: la importancia de vivir la Comunión de los Santos, no sólo rezando, sino también mediante el ofrecimiento del dolor y del sacrificio. Seamos generosos, hijas e hijos míos, para ofrecer al Señor con una sonrisa todo lo que nos contraríe; pidamos a las enfermas y a los enfermos que hagan a Jesús la ofrenda gozosa de sus penas y enfermedades, sabiendo que de este modo, además de acumular méritos para la vida eterna, colaboran de manera decisiva en el establecimiento del reino de Dios en la tierra, en la eficacia del apostolado. Tenemos un gran tesoro en quienes están aquejados por alguna enfermedad. Tratad a cada una, a cada uno, como lo haría el Señor. Ved en ellos al mismo Jesucristo.

La consideración de esta realidad alimentará además nuestra esperanza cuando las fuerzas del mal se hagan presentes con mayor virulencia en el mundo, abriendo quizá una puerta al pesimismo. ¡No demos cabida a esta tentación, hijas e hijos míos! Jamás olvidemos que existe la gran realidad de la comunión de la Iglesia universal, de todos los pueblos, la red de la comunión eucarística, que trasciende las fronteras de culturas, de civilizaciones, de pueblos, de tiempos. Existe esta comunión, existen estas "islas de paz" en el Cuerpo de Cristo. Existen. Y son fuerzas de paz en el mundo. Si repasamos la historia –comentaba el Papa recientemente–, podemos ver a los grandes santos de la caridad que han creado "oasis" de esta paz de Dios en el mundo, que han encendido siempre de nuevo su luz, y también han sido capaces de reconciliar y crear la paz siempre de nuevo. Ha habido mártires que han sufrido con Cristo, que han dado este testimonio de la paz, del amor que pone un límite a la violencia [7].

Durante mi reciente viaje al Líbano, he tenido constancia una vez más de la fuerza de esa comunión en Cristo de oraciones y de sacrificios. Me han comentado que, durante la reciente guerra, notaban que mucha gente estaba rezando por ellos. Se cumplía, una vez más, lo que nuestro Padre escribió en Camino: vivid una particular Comunión de los Santos: y cada uno sentirá, a la hora de la lucha interior, lo mismo que a la hora del trabajo profesional, la alegría y la fuerza de no estar solo [8].

Recordaremos también en este mes el anuncio de la erección del Opus Dei como Prelatura personal, por el queridísimo Juan Pablo II. Soy testigo de cómo rezó san Josemaría por esta intención, y de cómo tomó el relevo nuestro don Álvaro, también en esto: conservo muy presente su visita a la Medalla Milagrosa, aquí en Roma, para dar gracias por ese paso. Ahora nos toca a nosotros el deber de jugarnos la vida, por este reconocimiento tan esperado: uníos, por favor, a mi intención. Y encomendad también a los fieles de la Prelatura que el próximo día 25 recibirán la ordenación diaconal.

Con todo cariño, os bendice

vuestro Padre

+ Javier

Roma, 1 de noviembre de 2006

 

[1] Benedicto XVI, Homilía, 11-XI-2005.
[2] Mt 25, 21.
[3] San Josemaría, Camino, n. 571.
[4] San Josemaría, Camino, n. 98.
[5] San Josemaría, Apuntes íntimos, n. 360 (29-X-1931).
[6] Ibid., n. 731.
[7] Benedicto XVI, Homilía, 23-VII-2006.
[8] San Josemaría, Camino, n. 545.