Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
Ha llegado septiembre, y la Iglesia, Madre y Maestra, nos invita a adentrarnos más en los frutos de la redención. El día 14, fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, nos recuerda que el madero santo en el que el Señor ofreció su vida por la salvación del mundo es un trono de triunfo y de gloria: cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí 1. Y en la fecha posterior, memoria de María al pie de la Cruz, se nos pone con fuerza ante los ojos que la Santísima Virgen, nueva Eva asociada con Cristo, el nuevo Adán, colaboró excelsamente en la salvación de las almas. Contemplando con fe la Cruz, vemos que «el instrumento de suplicio que mostró, el Viernes Santo, el juicio de Dios sobre el mundo, se ha transformado en fuente de vida, de perdón, de misericordia, signo de reconciliación y de paz» 2.
Estas fiestas litúrgicas nos interpelan también sobre nuestra respuesta diaria al misterio del dolor, cuando se presenta en nuestro camino. Sin embargo, a veces, los hombres sólo consideramos como "éxitos" lo que halaga a los sentidos o contenta al propio yo, mientras tenemos como "fracasos" las contrariedades, lo que no sale como deseábamos, lo que nos trae sufrimiento al cuerpo o al alma. Procuremos superar esa lógica equivocada, porque –como escribió san Josemaría– el éxito o el fracaso está en la vida interior. El éxito está en recibir con sosiego la Cruz de Jesucristo, en extender los brazos abiertos, porque para Jesús como para nosotros la Cruz es un trono, es la exaltación del amor; es el colmo de la eficacia redentora, para llevar las almas a Dios, para llevarlas según nuestro modo laical: con nuestro trato, con nuestra amistad, con nuestro trabajo, con nuestra palabra, con nuestra doctrina, con la oración y la mortificación 3.
Observando la huida de la Cruz, que desgraciadamente vemos en tantos ambientes, podemos preguntarnos, haciendo eco al Papa: el camino cristiano que comencé en el Bautismo, ¿cómo va? ¿Estoy quieto? (...). ¿Me paro ante las cosas que me gustan: la mundanidad, la vanidad, o voy siempre adelante, concretando las bienaventuranzas y las obras de misericordia? Porque el camino de Jesús está tan lleno de consuelo, de gloria, pero también de cruz. Siempre con paz en el alma 4.
Entre las obras de misericordia, que estamos tratando de practicar más especialmente a lo largo de este Año jubilar, hay una que se manifiesta al mismo tiempo corporal y espiritual. Me refiero al cuidado de los enfermos y de los ancianos: no se agota en socorrer las necesidades materiales, sino que recoge siempre una vertiente espiritual: ayudarles también a que, en el sufrimiento o en la soledad, descubran con continuidad una ocasión de unirse a Cristo en la Cruz.
Atender a los enfermos fue una constante en el paso de Jesús en esta tierra: una de las señales de su condición mesiánica, como afirma san Mateo: Él tomó nuestras dolencias y cargó con nuestras enfermedades 5. Los evangelistas nos lo han repetido en numerosas ocasiones. A veces, se trataba de una persona singular que pedía esa gracia para sí o para algún allegado: el centurión de Cafarnaún le suplica por su criado enfermo; unos amigos le ponen delante a un paralítico; Marta y María le urgen a que acuda a Betania para devolver la salud a su hermano, gravemente enfermo; Bartimeo le llama a gritos cuando pasa junto al camino de Jericó, solicitando que se apiade de él y cure su ceguera... En otros momentos, Jesús toma la iniciativa, como cuando al desembarcar vio una gran muchedumbre y se llenó de compasión por ella y curó a los enfermos 6; o cuando, encontrando un paralítico junto a la piscina probática, le preguntó: ¿quieres curarte? 7; o en aquella circunstancia en la que Jesús devolvió la vida al hijo de la viuda de Naím 8.
Muy frecuentemente, la muchedumbre llevaba consigo a sus parientes o amigos enfermos hasta donde el Maestro se hallaba. San Mateo cuenta que Jesús vino junto al mar de Galilea, subió al monte y se sentó allí. Acudió a Él mucha gente que traía consigo cojos, ciegos, lisiados, mudos y otros muchos enfermos, y los pusieron a sus pies, y Él los curó; de tal modo que se maravillaba la multitud viendo hablar a los mudos y restablecerse a los lisiados, andar a los cojos y ver a los ciegos. Y glorificaban al Dios de Israel 9.
Los milagros del Señor no pretendían, lógicamente, curar sólo las enfermedades del cuerpo, sino infundir la gracia en las almas; así lo muestra la curación del ciego de nacimiento. Ante la pregunta de los discípulos, que pensaban –de acuerdo con la opinión del tiempo– que la ceguera de ese hombre era consecuencia de los pecados, Jesús respondió: ni pecó éste ni sus padres, sino que eso ha ocurrido para que las obras de Dios se manifiesten en él 10.
El libro de los Hechos nos traza en diferentes tiempos un cuadro de la acción de la primitiva Iglesia. Por manos de los apóstoles –escribe san Lucas– se obraban muchos milagros y prodigios entre el pueblo (...), hasta el punto de que sacaban los enfermos a las plazas y los ponían en lechos y camillas para que, al pasar Pedro, al menos su sombra alcanzase a alguno de ellos 11.
El dolor, la enfermedad, pueden acercar a Dios si se reciben con espíritu sobrenatural. Pero también pueden alejar, si mueven a la rebeldía. San Josemaría tenía bien experimentado –tanto en su caminar personal como en la historia de la Obra– la eficacia del dolor físico o moral unido a la Cruz del Señor. Con agradecimiento a Dios y a innumerables personas que así respondían, mencionaba que desde el principio hemos contado con la oración de muchos enfermos, que ofrecían sus sufrimientos por el Opus Dei 12. También ahora, la labor apostólica continúa apoyándose sobre el cimiento generoso de los enfermos y de las enfermas, que procuran transformar su sufrimiento en oración por la Iglesia, por el Papa, por las almas.
A todos los enfermos hemos de ayudarles con atención y gratitud: con cariño, con cuidados materiales y espirituales. Rogamos a Dios que les conceda la salud, si conviene a sus almas; y, si no, que afronten con alegría la enfermedad, los achaques de la vejez, las penas de cualquier tipo que padezcan; y siempre con el gozo sobrenatural de estar colaborando en la aplicación de los méritos redentores de Cristo.
En la Cruz, pues, con fidelidad. En la Cruz, con alegría, que una dedicación sin alegría no podría el Señor agradecerla: hilarem enim datorem diligit Deus (2Co 9, 7), Dios ama al que da con alegría. En la Cruz, con sereno reposo: porque nosotros no tenemos miedo a la vida ni miedo a la muerte; no tememos tampoco a Dios, que es nuestro Padre 13. Al mismo tiempo, con el profundo sentido de humanidad que le caracterizaba, nuestro Fundador repitió: el dolor físico, cuando se puede quitar, se quita. ¡Bastantes sufrimientos hay en la vida! Y cuando no se puede quitar, se ofrece 14.
Para comprender esta actitud tan cristiana, se requiere acercarse a esa situación con la mirada del Buen Pastor. Sólo desde la connaturalidad afectiva que da el amor, podemos apreciar la vida teologal presente en la piedad de los pueblos cristianos (...). Pienso en la fe firme de esas madres al pie del lecho del hijo enfermo, que se aferran a un rosario aunque no sepan hilvanar las proposiciones del Credo; o en tanta carga de esperanza derramada en una vela que se enciende en un humilde hogar para pedir ayuda a María, o en esas miradas de amor entrañable a Cristo crucificado 15.
Cuando estemos enfermos o suframos de cualquier otro modo, conviene advertirlo a quienes se hallan a nuestro lado, acudir al médico y aceptar sus indicaciones, para poner cuanto antes los remedios oportunos. De ese modo se evita la psicosis de enfermo. ¡Cuántas veces oí decir a san Josemaría que, así como nadie es santo en la tierra, tampoco hay nadie que esté siempre sano! Todos podemos atravesar momentos de enfermedad, incluso grave; y eso mismo nos ha de impulsar a abandonarnos confiadamente en el Señor y en quienes pueden sostenernos.
Hijas e hijos míos, asumamos con gratitud estas recomendaciones de nuestro santo fundador, porque hacer las obras de Dios no es un bonito juego de palabras, sino una invitación a gastarse por Amor. Hay que morir a uno mismo, para renacer a una vida nueva. Porque así obedeció Jesús, hasta la muerte de cruz, mortem autem crucis. Propter quod et Deus exaltavit illum (Flp 2, 8-9). Y por esto Dios lo exaltó. Si obedecemos a la voluntad de Dios, la Cruz será también Resurrección, exaltación. Se cumplirá en nosotros, paso por paso, la vida de Cristo: se podrá asegurar que hemos vivido procurando ser buenos hijos de Dios, que hemos pasado haciendo bien, a pesar de nuestra flaqueza y de nuestros errores personales, por numerosos que sean 16.
No dejemos de mirar también al queridísimo beato Álvaro, que supo amar con alegría la salud y la enfermedad. Al recordarle el día 15, aniversario de su nombramiento como sucesor de san Josemaría, digámosle que nos sostenga a todas y a todos.
Sé que habréis rezado por las víctimas del terremoto en Italia y por las de las otras calamidades de todos los lugares: fomentemos esta fraternidad con toda la humanidad.
Dentro de tres días, en este santuario mariano de Torreciudad, administraré la ordenación sacerdotal a seis diáconos, Agregados de la Prelatura. Pedid por ellos y por los sacerdotes del mundo entero, por el Papa y por los obispos, para que el Espíritu Santo nos llene a todos de sus dones y nos haga santos. En esa misma fecha, nos uniremos a la alegría de la Iglesia por la canonización de la beata Teresa de Calcuta, que tanto apreció a la Obra.
Con todo cariño, os bendice vuestro Padre
+ Javier
Torreciudad, 1 de septiembre de 2016.