Colegio Romano de Santa María, Roma
Me viene al recuerdo cómo nuestro Padre hablaba del trabajo como «el quicio de nuestra santificación»1, alrededor del cual gira todo. Y junto con el trabajo, la Eucaristía –centro y raíz de la vida cristiana– y la filiación divina son los elementos que resumen toda nuestra espiritualidad.
El trabajo es una realidad santificable y santificadora. Aparte del valor natural que tiene y que abarca a todos –porque, se quiera o no, la persona humana trabaja: incluso quienes pretenden no hacerlo, quienes quieren «descansar» mucho, terminan trabajando–, con la gracia de Dios, significa mucho más, especialmente para nosotros.
En Es Cristo que pasa, nuestro Padre afirma: «Al haber sido asumido por Cristo, el trabajo se nos presenta como realidad redimida y redentora: no sólo es el ámbito en el que el hombre vive, sino medio y camino de santidad, realidad santificable y santificadora»2. Son unas palabras que conocemos muy bien, pues las habremos meditado y seguramente las habremos explicado en la labor apostólica. Y son, como todo lo que forma parte de nuestro diálogo con Dios, objeto de profundización, de entenderlas cada vez más y, sobre todo, de vivirlas mejor.
De estas palabras de san Josemaría se pueden destacar varios aspectos. Uno evidente y principal es que no solo uno se puede santificar mientras trabaja, sino que el trabajo es en sí mismo santificable. Parece una distinción sin importancia, pero la tiene. No se trata de sobreañadir algo a la realidad humana del trabajo, por ejemplo, mientras hago esta tarea voy a decir muchas jaculatorias. Es muy bueno decir jaculatorias, pero no se trata de eso. Santificar el trabajo es santificarme en el ejercicio de mi profesión, es decir, que la acción misma de trabajar me santifique.
El resultado del trabajo no es santo propiamente –la mesa, por muy bien que la haya fabricado, en sí misma no es santa–, pero sí puede serlo la acción mediante la cual la fabrico. De un modo análogo, podemos decir que el resultado del trabajo también es santificado, en el sentido de que le da un valor añadido. Pero lo fundamental es que la acción humana de trabajar es la que es santificable, por la gracia de Dios. Y, al ser santificable la acción, esto hace que la persona que la realiza se santifique. Y de ahí la unión entre santificar el trabajo como acción y santificarse uno en el trabajo.
El tercer aspecto es santificar a los demás con el trabajo, en la medida en que –siendo una realidad santificada– puede influir, por la Comunión de los Santos, en todo el mundo y puede ser ofrecido por intenciones apostólicas y, por lo tanto, ser instrumento para santificar a otras personas.
Por tanto, santificar el trabajo es santificar la acción de trabajar, que es una acción de la persona; y, si se santifica la acción, se santifica también la persona. Y con eso, se hace posible, por la Comunión de los Santos, santificar a otros. Simplemente ofreciendo el trabajo, se influye ya en la santificación de los demás.
Y de estos tres aspectos, ¿cuál es la raíz? Evidentemente, santificar la acción de trabajar. Porque, cuando santifico la acción, me santifico a mí mismo. Esta es la raíz de los otros dos aspectos: en la medida en que santifico la acción de trabajar, me santifico en el trabajo y puedo santificar a otros.
Se ve entonces que lo fundamental es santificar la acción misma de trabajar. Pero, ¿cómo se santifica una acción? Por el amor, cuando se ejerce en unión con el Señor mediante la caridad. Y esto se consigue en el trabajo –aunque sirve para toda acción–, haciendo aquello que nos decía nuestro Padre en Camino: «Pon un motivo sobrenatural a tu ordinaria labor profesional, y habrás santificado el trabajo»3.
Entendido de modo superficial, podría parecer algo extrínseco: pongo una intención y listo; como si fueran dos cosas distintas: la tarea y la intención. Por ejemplo: «Voy a poner como intención la conversión de China y da igual cómo trabaje, ya lo he santificado». No se trata de eso. La intención no es algo sobreañadido, debe ser algo intrínseco. Y, ¿cuál es la intención o motivo sobrenatural que basta para que el trabajo sea santificado? Pues hacerlo por amor a Dios e, inseparablemente, por amor a los demás.
Hay una frase de la Escolástica –seguramente es de santo Tomás de Aquino, y aunque no sea literal, el concepto sí lo es– que dice: finis est causa causalitatis in omnibus causis4. Es una frase de una gran profundidad, aunque pueda sonar a trabalenguas. Afirma que «la finalidad es la causa de la causalidad de las demás causas». Es decir que, de la causa final que yo pongo, dependen la causa material y la formal.
Cuando el motivo sobrenatural es asumido de verdad como causa final –es decir, lo que busco como último término en ese trabajo es amar a Dios, y amar y servir a los demás–, necesariamente trabajo bien y me santifico y santifico esa tarea. El resultado es el mejor posible, dentro de mis limitaciones. Si uno se propone como finalidad amar a Dios y servir a los demás, necesariamente intenta trabajar lo mejor posible. Y, en consecuencia, el resultado –el objeto material y formal– también es el mejor. Por eso, como afirma nuestro Padre, todo depende del motivo, que es amar a Dios y servir a los demás.
Esto es muy importante, pues responde a una cuestión neurálgica: «yo, ¿por qué y para qué trabajo?». Santificar el trabajo es central en el espíritu de la Obra, es el quicio. Por eso he de preguntarme de vez en cuando por qué estoy trabajando: si es para quitármelo cuanto antes de encima y así poder irme a descansar, para quedar bien, para complacerme… Se pueden mezclar, por nuestra debilidad, infinidad de motivos. Pero hay que volver al fundamental, que es hacer las cosas para unirnos con Dios, para servir a Dios y amar a los demás.
Es muy importante la rectitud de intención, pues es la que nos guía para todo, la que quita o agrega valor a lo que hacemos. Se trata de la motivación para que el trabajo sea santificado, incluso cuando salga materialmente mal. Uno puede poner un motivo sobrenatural, profundo, de amar a Dios y de servicio, y luego el trabajo puede no salir bien, porque uno es torpe o por lo que sea. Aunque también se puede engañar y decir: «lo hago todo por amor a Dios» y luego… ¡ancha es Castilla! Y no me esfuerzo. Si he puesto de verdad ese motivo sobrenatural, lo habitual será dedicar esfuerzo. Y si no, podemos rectificar, reconocerlo sin desanimarnos y volver a luchar. Gracias a Dios, nos podemos santificar con tareas que salen mal, porque el motivo sobrenatural basta. ¡Ahí está todo!
Nuestro Padre, en una de sus cartas, dice: «Parte esencial de esa obra –la santificación del trabajo ordinario– que Dios nos ha encomendado es la buena realización del trabajo mismo, la perfección también humana, el buen cumplimiento de todas las obligaciones profesionales y sociales»5. Se fija en el resultado, porque es inseparable de lo anterior. Si la santificación de la profesión depende del motivo sobrenatural, cuando un trabajo es tomado con seriedad como fin, lleva necesariamente a hacerlo bien; por eso afirma que la perfección humana es parte esencial.
Una consecuencia consoladora es que toda labor honesta es importante, porque puede ser realizada por un motivo sobrenatural, que es el amor a Dios y el servicio a los demás. Todo trabajo –grande o pequeño, importante o menos importante humanamente– puede ser materia y cauce de identificación con Cristo. Nuestro Padre decía: «Yo no sé qué es más importante, el trabajo de un obrero manual o el del presidente de la República. Depende del amor de Dios con el que lo hagan»6. Son distintos en cuanto a las consecuencias que tienen o el influjo que puedan producir pero, por lo que va a permanecer para la vida eterna y el significado que tiene para la persona que lo realiza, puede valer mucho más el de un obrero que el del presidente de la República.
Nuestro Fundador solía repetir que el motivo sobrenatural por el que se realiza la santificación del trabajo es el amor: «Conviene no olvidar, por tanto, que esta dignidad del trabajo está fundada en el Amor. El gran privilegio del hombre es poder amar, trascendiendo así lo efímero y lo transitorio. Puede amar a las otras criaturas, decir un tú y un yo llenos de sentido. Y puede amar a Dios, que nos abre las puertas del cielo, que nos constituye miembros de su familia, que nos autoriza a hablarle también de tú a Tú, cara a cara»7. De estas palabras, en las que san Josemaría termina hablando del cielo, debemos no olvidar que la dignidad del trabajo está fundada en el amor, y se santifica cuando está imperado e informado por el amor a Dios y a los demás hombres.
En este contexto, es bonito e ilusionante considerar también que no trabajamos solos, pues el Señor está con nosotros. El amor es unitivo, el amor nos une a un Dios que –por la gracia– ya está metido en nuestra vida. Por eso, no es solo que ofrecemos a Dios nuestro trabajo, sino que Dios trabaja con nosotros, somos instrumentos de Dios mientras trabajamos. En la medida y en la proporción en que lo santificamos, es trabajo de Dios. Por eso, a nuestro Padre le gustaba hablar del Opus Dei como operatio Dei. Todo lo que hacemos es trabajo de Dios, porque también Él lo hace con nosotros, somos instrumentos en sus manos.
Eso nos tiene que dar una gran seguridad al experimentar que nos salen mal las cosas, que se nos olvida ofrecer la tarea, porque conocemos esta doctrina que es preciosa. No acabamos de vivirla plenamente, pero no importa, tenemos que luchar y no desanimarnos. Nunc coepi!, ahora comienzo, y nunca solo. Mi trabajo es trabajo de Dios.
Otro aspecto relevante de esta doctrina se ilumina cuando consideramos que el conjunto del trabajo humano es servicio. Conviene recordar la dependencia de nuestro trabajo con el de otras personas, porque muchas veces –por no decir siempre–, de modo muy explícito o menos obvio, nuestro trabajo depende del de otras personas y viceversa. Están concatenados.
Por eso es importante facilitar el trabajo de los demás cuando depende del nuestro. Muchas veces es así. Cuando se realiza en equipo es evidente, pero también en la vida ordinaria, en los encargos que tenemos –por ejemplo, de hacerlos con puntualidad depende que otras personas puedan hacer el suyo a tiempo–. Y así hay una serie de concatenaciones entre unas y otras personas que no podemos ignorar, pensando: «yo voy a lo mío y que se hunda al mundo».
Parte de hacer bien el trabajo es pensar cómo influye en el de los demás y, por tanto, facilitar, o por lo menos no entorpecer, la tarea de los otros, quizá con retrasos o por realizarlo mal. Para santificar el trabajo tenemos que pensar en cómo facilitamos el de quienes nos rodean.
Otra dimensión es la santificación de las relaciones interpersonales, que son parte de la profesión. Es importante facilitar el trabajo, pero también hacerlo agradable, cuidar el espíritu de servicio, suplir a otras personas que no llegan sin hacerlo pesar. Nuestro Padre nos ha insistido en eso: cuando vemos que una persona no logra terminar su tarea, la ayudamos sin que se dé cuenta, en la medida de lo posible. La fraternidad en el trabajo es parte de la santificación, porque toda la vida humana está conectada.
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Por la unidad de vida, el trabajo es quicio y es esencial en la vida nuestra. Me gustaría traer a colación un texto de la Instrucción sobre el espíritu sobrenatural de la Obra, en el que nuestro Padre habla del trabajo dentro de la unidad de vida: «Unir el trabajo profesional con la lucha ascética y con la contemplación –cosa que puede parecer imposible, pero que es necesaria para contribuir a reconciliar el mundo con Dios–, y convertir ese trabajo ordinario en instrumento de santificación personal y de apostolado. ¿No es este un ideal noble y grande por el que vale la pena dar la vida?»8. De aquí surge el concepto de unidad de vida, que es unir el trabajo con la lucha ascética y con la contemplación, necesario para contribuir a reconciliar el mundo con Dios, y convertir ese trabajo ordinario en instrumento de santificación personal y de apostolado.
1 San Josemaría, Amigos de Dios, 81.
2 Id., Es Cristo que pasa, 47.
3 Id., Camino, 359.
4 Cfr. Tomás de Aquino, De principiis naturæ, cap. 4.
5 San Josemaría, Carta 31-V-1954, n. 18.
6 Apuntes de la predicación de San Josemaría, 6-II-1967; en Obras IV-1967, pp. 20-21).
7 San Josemaría, Es Cristo que pasa, 48.
8 San Josemaría, Instrucción, 19-III-1934, n. 33.