Durante su estancia en Portugal, el Prelado del Opus Dei dio una clase sobre el modo de formar en la dirección espiritual. En ella habló de la prioridad de la acción del Señor y de cuidar en primer lugar la propia vida interior.
En esta clase se trata de recordar algunas ideas que ya procuramos vivir pero que, como en todo, siempre podemos mejorar. Tampoco basta recordar cosas que ya conocemos, sino que podemos sacar algunos propósitos concretos para mejorar la tarea de ayudar a nuestros hermanos a través de la dirección espiritual.
La primera idea que nos puede venir a la cabeza es que la formación tiende a formar a Cristo en las almas. No se trata principalmente de adquirir ideas. Naturalmente, es necesario conocer el espíritu de la Obra y la figura de nuestro Padre, pues somos una familia y la formación abarca muchos campos. Sin embargo, todo esto va dirigido a identificarnos con Jesucristo.
Esa es una clave fundamental que no podemos olvidar. No se trata de una idea bonita pero general, teórica, sino que es más concreta de lo que quizá podría parecer. Cuando tratamos de ayudar a crecer en las virtudes, lo que buscamos es precisamente identificarnos con quien es perfecto Dios y perfecto hombre, Jesucristo. También nosotros podemos unir lo humano con lo divino en nuestro día a día, viviendo con sentido sobrenatural las realidades cotidianas: la familia, el trabajo, el descanso, las relaciones de amistad, etcétera.
Podemos recordar lo que decía nuestro Padre a propósito de la tarea de dirección espiritual: «El modelo es Jesucristo; el modelador, el Espíritu Santo, por medio de la gracia». Esto tiene muchas consecuencias prácticas. Que el modelador sea el Espíritu Santo nos lleva de modo muy inmediato a que, ante cualquier medio de formación –recibir una confidencia, dar un círculo, etcétera–, lo principal sea pedir luz, pues el que forma es el Paráclito. Lógicamente, tenemos que preparar bien lo que vamos a decir –pensar, hacer un esquema, ver fuentes…–, pero en ese proceso –tanto antes como durante y después– podemos pedir ayuda al Señor para que sea él quien actúe, quien modele. Y hay muchos modos de hacerlo. Podemos rezar, por ejemplo, antes de tener una conversación con alguien: «Espíritu Santo, habla tú a través de mí, porque toda la eficacia no viene de mí sino de tu gracia».
Nosotros no somos el modelo, sino Jesucristo. Ciertamente, tenemos que aprovechar la experiencia que hemos adquirido en la vida y en nuestros años en la Obra, pero será solo eso, experiencia, porque no somos nosotros el referente. Por tanto, no transmitiremos ideas personales. Esto no quiere decir que no tengamos que hacer propio lo que decimos, pero lo que tenemos que transmitir es el Evangelio y el espíritu que Dios ha querido para la Obra. Lógicamente, luego cada uno lo hace de un modo personal, pero con el cuidado de no exponer ideas que sean puro personalismo nuestro. Ahí entra el juego de saber discernir entre lo que es aprovechar la propia experiencia, que es muy bueno para ayudar a los demás, y lo que es transmitir ideas que pueden ser absolutamente opinables.
El no ser modelos ni modeladores no nos quita responsabilidad ni deseo de ayudar, pues somos instrumentos vivos del Señor. Y así tenemos que ver toda la formación: no estamos transmitiendo algo nuestro, sino que estamos siendo instrumentos de Dios.
Es normal que, cuando demos un consejo, caigamos en la cuenta de que, en primer lugar, nos lo tendríamos que aplicar a nosotros, pues también necesitamos mejorar. En este sentido, viene bien tener presente aquella escena del Evangelio en la que el Señor le pregunta a Pedro tres veces: «¿Me amas?». A cada respuesta afirmativa del apóstol Jesús replica: «Apacienta mis corderos», que es como si dijera: «Para poder apacentar, orientar y ayudar a los demás necesitas, antes que nada, amarme con todo tu corazón».
Recuerdo que, en una tertulia, alguien preguntó a nuestro Padre: «Para los que somos directores o damos medios de formación, ¿qué es lo primero?». Y nuestro fundador dijo: «Lo más importante para el director es el director». Cuando damos un consejo o hablamos sobre un tema, también nosotros tenemos que luchar en ese mismo punto. Nadie puede dar lo que no tiene, aunque es cierto que, al final, acabamos dando más de lo que tenemos, pues es el Espíritu Santo quien modela. Por eso, lo primordial es nuestra propia relación con Dios.
Nuestra vida interior es presupuesto, porque así lo quiere el Señor, para ayudar a los demás, aunque tantas veces –y será muy normal– tengamos que orientar a personas que son mucho mejores que nosotros, también mayores en edad o con más tiempo en Casa. Como no formamos por nuestras ideas, sino por el espíritu de la Obra, podemos ayudar, formar y hacer crecer a esas personas. Podemos ayudar precisamente porque no estamos dando de lo nuestro, sino de lo que es de Dios, de lo que es el espíritu de la Obra. Ni modelos ni modeladores, pero con la responsabilidad estupenda de ser instrumentos del Modelador e instrumentos del Modelo.
En la dirección espiritual orientamos con consejos. Por tanto, no podemos dar órdenes ni mandatos. En pocas ocasiones podrán ser consejos imperativos, pero no por nuestra autoridad, sino por la del Señor. Por poner un ejemplo absurdo por lo evidente que es, podemos decir a una persona que no es lícito matar. Esto es un consejo imperativo, pero no porque lo dice uno mismo, sino por la ley de Dios. En cualquier caso, esto no es lo frecuente. En todo lo que no sea eso, no se dan consejos imperativos del tipo «hay que hacer esto». Se intenta explicar la ventaja y la necesidad de ese consejo, también quizá de sus concreciones prácticas, pero dejando siempre libertad.
A la hora de aconsejar y de ayudar a plantear la lucha interior –ya sea en medios de formación personales como en los colectivos–, es importante no caer en la casuística. De este modo, se evita formar personas voluntaristas y se fomenta que se hagan las cosas por amor a Jesucristo. Esto no es solo una cuestión sentimental, pues a veces –de hecho, puede darse con frecuencia– el amor a Cristo no se traducirá en un afecto sensible, sino más bien en una decisión seria de la voluntad y de la libertad, en un convencimiento profundo. Así fomentamos esa libertad de espíritu como capacidad de amar al Señor y a los demás. Para eso, podemos conectar la vida interior de las personas –la nuestra en primer lugar, y la de los otros, en la medida que nos corresponde ayudar– con una dimensión apostólica de preocupación por las almas. Es decir, hacer ver la dimensión apostólica que tiene, por la comunión de los santos, cualquiera de nuestras luchas, hasta las más pequeñas.
En esta misma línea, en la formación podemos hacer ver que no estamos solos y consolar a las personas, pues en la vida no faltan las dificultades. De este modo, sembramos paz y alegría en los demás. Nuestro Padre decía que, después de una confidencia, el que la ha hecho tendría que salir siempre más contento y con más ganas de luchar. Y eso depende mucho de quien recibe la charla, del modo en que sabe consolar, animar y exigir. Exigir no como si fuera un mandato, sino poniendo delante la belleza por la que vale la pena luchar.
San Josemaría repetía que «la función del director espiritual es ayudar a que el alma quiera». Es decir, hay que buscar con la oración, y también con el modo de decir las cosas, que la persona no se sienta simplemente obligada, sino que realmente haga suyo lo que el Señor quiere de él. Lógicamente, hay cosas obligatorias en la vida, pero también las podemos hacer con libertad. ¿Cómo? Amando. Uno puede amar el propio deber. Estamos así amando nuestra vocación, amando el espíritu de la Obra. Y esto nos hace libres, pues obramos no por mera rutina o porque nos lo han dicho, sino por amor a Dios. Porque la libertad no consiste en hacer lo que nos da la gana –en el sentido de no tener ataduras o saltarnos nuestras obligaciones–, sino en obrar porque nos da la gana, por libertad, porque realmente queremos hacerlo.
Es importante fomentar esta libertad, que las personas hagan las cosas porque quieren, aunque les cueste o haya temporadas en las que se vaya a contrapelo. Decía nuestro Padre que «no es lícito pensar que solo es posible hacer con alegría el trabajo que nos gusta». Poner amor no significa que sintamos entusiasmo en todo lo que hacemos. Esta es una realidad sobrenatural, pero también muy humana. Los padres se sacrifican por sus hijos y lo hacen con alegría, también cuando las cosas les cuestan o requieren un gran esfuerzo. Eso, que es ya muy humano, se eleva al orden sobrenatural con la gracia de Dios.
También es lógico que ayudemos a que las personas, en lo que depende de ellas, reciban bien la dirección espiritual. Y para esto, es necesario facilitar la sinceridad, teniendo en cuenta que nadie está obligado a ser sincero en la dirección espiritual. Uno está obligado a ser sincero en la confesión en materia grave, pero en la dirección espiritual uno no está obligado moralmente a decir las cosas. Hay que fomentar mucho la libertad, y, al mismo tiempo, la sinceridad, porque de lo contrario la dirección espiritual pierde grandísima parte de su eficacia y de su valor.
¿Cómo se facilita la sinceridad? En primer lugar, en los medios de formación colectivos se puede explicar el valor y la conveniencia de esta virtud. En la confidencia, también se puede facilitar a través de preguntas hechas con delicadeza, no como si fuera un interrogatorio, sino haciendo ver que lo que se desea es ayudar a que la persona pueda abrirse con facilidad. Pero siempre, insisto, sin que parezca que se le está exigiendo que cuente cosas, sino ayudando a que se abra. Y eso se consigue sobre todo con cariño y con oración. Muchas veces puede ser que a uno no le cueste hablar de cualquier cosa, pero en ocasiones sí, ya sea porque es un tema delicado o por falta de examen. Una pregunta acertada y delicada puede ayudar a que la otra persona se conozca mejor. Si uno no habla jamás de un tema importante, se le puede preguntar: «¿Cómo va este asunto?», pero siempre con la actitud de un hermano que quiere ayudar, no juzgar.
La dirección espiritual es un instrumento de gran eficacia. Todos tenemos la experiencia de necesitar alguien con quien desahogarnos y que nos diga las cosas. Puede ocurrir que, con el paso de los años, sepamos ya cómo resolver un determinado problema. Sin embargo, necesitamos que otra persona nos arroje un poco de luz para afrontarlo. A veces el mero hecho de abrirnos y contar esa situación nos llena de paz. Es este un ejercicio de humildad y también de fe, porque no confiamos en nosotros mismos, sino en la ayuda que nos da Dios a través de esa persona.