"Dos hombres subieron al Templo a orar…" (Lc 18, 9-14).
Escuchar hoy, aquí, esta parábola, nos puede llevar a considerar la perseverante oración que san Josemaría dirigió al Señor, en este lugar, pidiendo luz para ver el camino al que se sabía llamado pero sin conocer aún su concreta determinación. En la actual Casa sacerdotal de san Carlos, una placa conmemorativa recuerda que aquí san Josemaría "vivió, se formó y se ordenó sacerdote". También por la colocación de esta placa, que nos ha dado mucha alegría, va nuestro agradecimiento al director de la Casa sacerdotal, don Carlos Palomero.
En 1960, al recibir el doctorado honoris causa por la Universidad de Zaragoza, San Josemaría se refirió a "recuerdos imborrables de tiempos ya lejanos: Años transcurridos a la sombra del Seminario de San Carlos, camino de mi sacerdocio". Entre esos recuerdos estaba, sin duda, también la primera vez que, siendo diácono, dio en esta iglesia la Sagrada Comunión a su madre.
Aquí, ante el Señor sacramentado, fueron años de muchas horas de oración, en la tribuna de la derecha en la parte superior del presbiterio. Una oración que se intensificaría progresivamente a lo largo de la vida de san Josemaría, sobre todo a partir de recibir de Dios la misión de abrir y desarrollar el camino del Opus Dei. Transmitía sin duda su experiencia, cuando en una homilía -como en otras muchas ocasiones- afirmaba: "La oración es el fundamento de toda labor sobrenatural; con la oración somos omnipotentes y, si prescindiésemos de este recurso, no lograríamos nada" (Amigos de Dios, 238).
¿Cómo es nuestra oración? "Dos hombres subieron al Templo a orar…". El fariseo da gracias a Dios; por tanto reconoce que sus cualidades y sus buenas acciones, no serían posibles sin la ayuda del Cielo. Es muy bueno dar gracias. Sin embargo, ese hombre en realidad estaba alabándose a sí mismo y, sobre todo, despreciaba a los demás y le faltaba algo muy necesario: reconocerse también necesitado de misericordia y de perdón. En cambio, el publicano con solo confesarse pecador y necesitado de la misericordia de Dios, quedó perdonado.
Podemos considerar brevemente dos elementos de nuestra relación con el Señor: la acción de gracias y la petición de perdón; dos aspectos que se fundamentan en la fe, especialmente en la fe en el amor de Dios por cada una y cada uno de nosotros. ¡Qué magnífico es el resumen que escribe san Juan de la experiencia de los Apóstoles en su trato con Jesús!: "Nosotros -dice- hemos conocido y creído el amor que Dios nos tiene" (1Jn 4, 16). Como explica el Papa Francisco, "la fe es también creerle a Él (a Dios), creer que es verdad que nos ama, que vive, que es capaz de intervenir misteriosamente, que no nos abandona, que saca bien del mal con su poder y con su infinita creatividad" (Evangelii gaudium, 278).
¡Tenemos tantos motivos de dar gracias a Dios y de pedirle perdón! Y, con la fe en su amor, añadimos con confianza la petición de ayuda, porque siempre la necesitamos. Lo podemos resumir en aquella oración que dirigía al Señor el beato Álvaro del Portillo, que tan fielmente siguió las enseñanzas del fundador del Opus Dei: "Gracias, perdón, ayúdame más".
Junto a la oración, la Eucaristía. Hoy, aniversario de la primera Misa de san Josemaría, no puedo dejar de recordar cómo nos insistió siempre a sus hijas e hijos en la Obra, en la necesidad de ser "almas de Eucaristía, almas de oración"; y su enseñanza, hecha vida, sobre la Santa Misa como "centro y raíz" de la vida espiritual.
En aquella primera Misa de san Josemaría, junto a su alegría y agradecimiento, el Señor quiso que, también por las dolorosas circunstancias familiares, estuviese presente la Santa Cruz. Cuando en nuestra vida llega, de un modo u otro, el sufrimiento, dirijamos nuestra mirada a la Cruz de Jesús, acudamos a Él en la Eucaristía; y ese sufrimiento, unido al sacrificio del Señor, se transformará en fuerza espiritual y fuente de alegría.
Estamos celebrando la Eucaristía. Dentro de unos minutos, se hará presente sobre el altar el sacrificio de Jesucristo. Renovemos nuestro agradecimiento al Señor, que ha querido también dársenos como alimento de vida eterna en la Sagrada Comunión. Como explicaba hace siglos san León Magno, "la participación del cuerpo y de la sangre de Cristo no hace otra cosa sino convertirnos en lo que recibimos" (Sermón 12 sobre la Pasión del Señor). Es sobre todo así como va haciéndose realidad aquel ser ipse Christus, el mismo Cristo, del que tantas veces nos hablaba y escribía san Josemaría.
Ser el mismo Cristo porque, como el Señor nos dice: "Quien come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él" (Jn 6, 56), de manera que veamos y reaccionemos ante las personas, las circunstancias, lo positivo y lo negativo de este mundo y nuestra propia vida, como lo ve y reacciona Jesús. Y, en consecuencia, pensemos y actuemos con verdadero interés, cariño y servicio a los demás.
Al terminar de exponer la parábola de los dos hombres que subieron al Templo a orar, el Señor concluye: "Todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido". Dios no se goza en nuestra humillación; quiere nuestra humildad para enaltecernos, para -vaciándonos de amor propio desordenado- abramos los espacios de nuestra vida a la acción de su gracia, de su amor. También la humillación, como todo en la vida cristiana, hace referencia a la Eucaristía y, por tanto a la Cruz.
Oración, Eucaristía, Cruz, humildad, con la alegría de los hijos de Dios y, siempre, con la mediación materna de Santa María, Nuestra Señora del Pilar, ante cuya imagen celebró san Josemaría su primera Misa.