Acabamos de leer el relato de la Pasión y hemos acompañado a Jesús desde Getsemaní hasta el Calvario. De entre todos los personajes que aparecen en este camino, querría detenerme en tres, a los que Jesús dirige una mirada especial: Pedro, Juan y la Virgen.
El Pedro que presenciamos aquí es distinto al de la última cena. En aquel momento vimos a un Pedro enérgico, capaz de hacer lo que fuera por el Señor: «Estoy dispuesto a ir contigo hasta la cárcel y hasta la muerte» (Lc 22, 34). Lo había dicho con plena convicción. De hecho, vemos en el huerto de los olivos la puesta en práctica de esta intención: sacó la espada e hirió con ella al criado del sumo sacerdote. Quería defender al Maestro, aun a costa del riesgo que comportaba un gesto como ese.
Sin embargo, en el momento de la prueba, mientras Jesús era interrogado, se muestra incapaz de dar la cara por su Señor, y jura no haberlo conocido. Las lágrimas amargas de después muestran su dolor y marcan el comienzo de su conversión. A partir de entonces no lo fiará todo a sus cualidades, sino a su contrición. Pedro será ahora mucho más Roca que antes porque es más consciente de su debilidad y de la grandeza del amor de Dios. La mirada que le dirigió Jesús, como haría más tarde en la orilla del lago, no es de reproche, sino de confirmación en su papel como cabeza de la Iglesia, «una mirada que toca el corazón y disuelve las lágrimas de arrepentimiento» (Papa Francisco, Homilía, 29-VI-2016)
De Juan sabemos que era «el discípulo amado». Era aquel apóstol adolescente que «quería a Cristo con toda la pureza y toda la ternura de un corazón que no ha estado corrompido nunca» (San Josemaría, Amigos de Dios, 266). Desde muy pronto, Cristo se había convertido en el centro de su existencia, y por eso nos lo encontramos muy cerca de Él en toda la Pasión hasta la muerte en la cruz. No le importaba que le reconocieran como uno de sus discípulos.
Juan nos muestra así un testimonio valiente y sin complejos que no teme dar la cara por el Señor en el momento más difícil. Lo vemos en medio de la muchedumbre durante el juicio, en la flagelación, en el camino al Calvario. Cuando quizá lo más sencillo habría sido huir, como el resto, él permanece. Sin miedo al ambiente, se muestra tal cual es: un enamorado de Cristo. Jesús, crucificado, seguramente le dirigiría una mirada agradecida por su fidelidad y, sobre todo, por encontrarse cuidando de la Virgen en ese día de dolor. De ahí que exclamase: «Aquí tienes a tu madre» (Jn 19, 27).
Esto nos lleva a poner nuestros ojos ahora en la Virgen. Ha llegado el día en que se ha hecho realidad aquella profecía de Simeón: «A tu misma alma la traspasará una espada» (Lc 2, 35). No hay dolor como su dolor. Pero no huye. Al igual que su Hijo, que abrazó la cruz que le iba a causar la muerte, ella abraza también su Pasión y acompaña a Jesús en cada uno de sus sufrimientos. «Todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre» (Mt 12, 50). María es la madre de Jesús no solo en sentido físico, sino también por su perfecta unión a la voluntad de Dios, que abraza ahora sin reservas.
La sed que tiene el Señor en esos momentos es sed de nuestra salvación, de nuestra felicidad. Y al contemplar ahora a su Madre, encuentra en ella una mirada de consuelo que alivia esa sed. Con su sola presencia María le ofreció el mayor de los consuelos. Por eso Cristo nos entregó a su Madre, para que nosotros también podamos hallar en ella el mismo consuelo.
Jesús nos dirige también esas miradas a cada uno de nosotros. Cuando como Pedro le negamos, nos mira invitándonos a ser fieles a nuestra vocación de cristianos. Y como a Juan nos mira con cariño agradecido cuando, con corazón indiviso, le seguimos con fidelidad en los momentos más oscuros. Y como a la Virgen, nos mira con la ilusión de encontrar en nosotros el mismo consuelo que halló en su Madre.