Iglesia prelaticia de Santa María de la Paz, Roma
Levantamos hoy nuestro corazón a Dios, para agradecerle la santidad de nuestro fundador. Sabemos que nuestro Padre se consideraba un «instrumento inútil», pero nosotros le damos gracias al Señor por haber sido un instrumento fiel.
Ahora, hablando con san Josemaría, que nos escucha desde el cielo, le felicitamos por su cumpleaños y dirigimos también una felicitación a los abuelos, por el nacimiento de su hijo. Y nos felicitamos también a nosotros mismos, porque la vida de nuestro Padre tiene mucho que ver con nosotros. Era el inicio visible de una historia de Dios, que es también historia nuestra. Y repetimos aquellas palabras que tantas veces pronunció, mientras barruntaba la voluntad de Dios: «Ut videam! Ut sit!». Hacemos nuestras esas peticiones: que veamos el sentido de todas nuestras acciones, de nuestra vida, de nuestro trabajo. Queremos ser protagonistas de la misma aventura que Dios encomendó a nuestro Padre.
Pedimos al Señor que nos ayude a ver en la vida de san Josemaría, no un modelo lejano e inimitable, sino el origen mismo de nuestra vocación. El principio visible e instrumental de nuestra llamada. Que lo veamos siempre muy presente, muy próximo, y no como una figura del pasado. Que sintamos la responsabilidad de transmitir a las generaciones que vengan esta realidad: nuestro Padre es hoy y ahora nuestro Padre.
Desde su nacimiento se estuvo preparando para recibir aquel encargo divino, que llegó cuando apenas contaba con veintiséis años y –como le gustaba añadir– «con la gracia de Dios y buen humor». Una llamada que suponía un gran peso, que sobrellevó con una juventud de espíritu que conservó toda su vida. Aunque pasaran los años, mantuvo siempre ese espíritu joven que le impulsaba a vivir con crecimiento permanente, pues el joven es quien desea crecer.
Nosotros, tengamos la edad que tengamos, queremos vivir siempre con ese espíritu de juventud. El joven siempre recomienza, no se detiene ante el desaliento, no piensa que ya no hay nada más que hacer. Los jóvenes tienen la mirada fija en el futuro, hacia delante. Los que han perdido la juventud de espíritu, miran mucho hacia atrás, contando siempre historias del pasado. Nuestro Padre jamás dejó de mirar hacia delante con ilusión, con la experiencia que le daba lo vivido y con esa gran juventud de espíritu.
Le pedimos hoy al Señor, por la intercesión de san Josemaría, vivir siempre con ese espíritu. Que seamos todos jóvenes. Que tengamos el empuje para crecer, para no estar de vuelta, para tener siempre la esperanza y la alegría de que hay un futuro mejor. Y esto implica también una juventud en la conciencia de la divinidad de nuestra vocación; es decir, saber que es algo permanente, que el Señor nos está siempre llamando. Queremos y deseamos estrenar nuestra vocación cada día, respondiendo a esa llamada con un espíritu joven. Podemos volver al entusiasmo de nuestros primeros pasos en la Obra; un entusiasmo que ahora debe ser mayor: más profundo, con más fundamento, con mayor conocimiento.
«No esperéis a la vejez para ser santos», escribió nuestro Padre. Esta juventud que deseamos para nuestra vida es la del saber vivir el hoy y ahora. Descubrir en el momento presente el posible encuentro con Dios, el servicio a los demás, «sin acordarte de “ayer”, que ya pasó, y sin preocuparte de “mañana”, que no sabes si llegará para ti», como decía san Josemaría. Lógicamente, contamos con la experiencia pasada y sabiendo hacer planes de futuro, pero sabiendo que es el hoy, el presente, lo que realmente tenemos entre manos: esto es lo que realmente cuenta, lo que tenemos que santificar.
Juventud es también tener deseos de aprender. Pedimos al Señor que tengamos el alma abierta a seguir aprendiendo, aunque tengamos ya mucha experiencia. Que vayamos a los medios de formación y a nuestra oración personal con hambre de aprender y de conocer más a Dios. Queremos ser jóvenes e incluso niños, con ese anhelo por conocer y crecer en el amor al Señor. La formación no es un lujo, o algo solo para ciertas etapas de la vida: es para siempre y para todos. Por eso aspiramos a aumentar nuestro conocimiento y, sobre todo, nuestro amor, para renovar el afán por hacer la Obra con nuestra vida.
Además de la juventud, nuestro Padre contaba con la gracia de Dios. Nos enseñó a que centráramos nuestra vida en la Eucaristía, con un empeño permanente para que el encuentro con Jesucristo en la Misa fuera la fuerza de nuestra vida. Que seamos cada vez más conscientes de lo que significa la Sagrada Eucaristía: el Señor que se nos da.
Nuestro Padre era, sobre todo, un hombre enamorado de Jesucristo. Tenía una actitud profunda de agradecimiento por los dones que recibía de Dios, especialmente por el de la Eucaristía. Podemos pedirle que nos ayude a vivir cada día más centrados en la Misa, que sea para nosotros una realidad más real, más viva.
Queremos también aprender de nuestro fundador la fuerza de la oración, que es el arma para sacar todo adelante. Fue así como salió la Obra. Y podemos preguntarnos: ¿es de verdad la oración mi única arma? Para eso, deseamos transformar todo en oración. En primer lugar, el trabajo. Siempre podemos profundizar más en esta realidad. Pero tenemos que contar con que todo es don de Dios, que de él proviene nuestra fuerza. Es él quien hace la Obra, también en nosotros.
Tenía nuestro Padre veintiséis años, la gracia de Dios y también la alegría, el buen humor. Solía estar siempre muy contento. Un hijo de Dios puede sufrir y puede llorar, pero contando con la gracia de Dios no cabe en él la tristeza. Dirigimos ahora una súplica más al Señor: que nos ayude a estar siempre contentos, a recuperar siempre que sea necesario la alegría. Una alegría que es compatible con el sufrimiento, con que no salga todo bien, con las ordinarias dificultades del día a día. Pues la alegría, nos repetía san Josemaría, «tiene raíz en forma de cruz» y nace de la seguridad del amor que Dios nos tiene. Así lo experimentó nuestro fundador a lo largo de su vida: se le veía contento, también durante las grandes dificultades que tuvo que vivir. Así lo vemos en la Legación de Honduras. Cuando parecía que todo se derrumbaba, él buscaba levantar el ánimo de todos. Podemos ser capaces, con la ayuda del Señor, de mantener el buen humor, pase lo que pase, también en la enfermedad y en los malos momentos.
Acabamos nuestra oración pidiendo a san Josemaría la juventud de espíritu, la confianza en la gracia de Dios para hacer la Obra y que no nos falte nunca el buen humor. Y se lo pedimos con la seguridad de que contamos con su ayuda, pues sigue siendo nuestro Padre, con la certeza de que nos quiere más que cuando estaba en vida, con «corazón de padre y de madre».