REGINA COELI
II Domingo de Pascua o de la Divina Misericordia, 7 de abril 2013

¡Queridos hermanos y hermanas! ¡Buenos días!

En este domingo que concluye la Octava de Pascua renuevo a todos la felicitación pascual con las palabras mismas de Jesús Resucitado: "¡Paz a vosotros!" (Jn 20, 19.21.26). No es un saludo ni una sencilla felicitación: es un don; más aún, el don precioso que Cristo ofrece a sus discípulos después de haber pasado a través de la muerte y los infiernos. Da la paz, como había prometido: "La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo" (Jn 14, 27). Esta paz es el fruto de la victoria del amor de Dios sobre el mal, es el fruto del perdón. Y es justamente así: la verdadera paz, la paz profunda, viene de tener experiencia de la misericordia de Dios. Hoy es el domingo de la Divina Misericordia, por voluntad del beato Juan Pablo II, que cerró los ojos a este mundo precisamente en las vísperas de esta celebración.

El Evangelio de Juan nos refiere que Jesús se apareció dos veces a los Apóstoles, encerrados en el Cenáculo: la primera, la tarde misma de la Resurrección, y en aquella ocasión no estaba Tomás, quien dijo: si no veo y no toco, no creo. La segunda vez, ocho días después, estaba también Tomás. Y Jesús se dirigió precisamente a él, le invitó a mirar las heridas, a tocarlas; y Tomás exclamó: "¡Señor mío y Dios mío!" (Jn 20, 28). Entonces Jesús dijo: "¿Porque me has visto has creído? Bienaventurados los que crean sin haber visto" (v. 29). ¿Y quiénes eran los que habían creído sin ver? Otros discípulos, otros hombres y mujeres de Jerusalén que, aún no habiendo encontrado a Jesús Resucitado, creyeron por el testimonio de los Apóstoles y de las mujeres. Esta es una palabra muy importante sobre la fe; podemos llamarla la bienaventuranza de la fe. Bienaventurados los que no han visto y han creído: ¡ésta es la bienaventuranza de la fe! En todo tiempo y en todo lugar son bienaventurados aquellos que, a través de la Palabra de Dios, proclamada en la Iglesia y testimoniada por los cristianos, creen que Jesucristo es el amor de Dios encarnado, la Misericordia encarnada. ¡Y esto vale para cada uno de nosotros!

A los Apóstoles Jesús dio, junto a su paz, el Espíritu Santo para que pudieran difundir en el mundo el perdón de los pecados, ese perdón que sólo Dios puede dar y que costó la Sangre del Hijo (cf. Jn 20, 21-23). La Iglesia ha sido enviada por Cristo Resucitado a trasmitir a los hombres la remisión de los pecados, y así hacer crecer el Reino del amor, sembrar la paz en los corazones, a fin de que se afirme también en las relaciones, en las sociedades, en las instituciones. Y el Espíritu de Cristo Resucitado expulsa el temor del corazón de los Apóstoles y les impulsa a salir del Cenáculo para llevar el Evangelio. ¡Tengamos también nosotros más valor para testimoniar la fe en el Cristo Resucitado! ¡No debemos temer ser cristianos y vivir como cristianos! Debemos tener esta valentía de ir y anunciar a Cristo Resucitado, porque Él es nuestra paz, Él ha hecho la paz con su amor, con su perdón, con su sangre, con su misericordia.

Queridos amigos, esta tarde celebraré la Eucaristía en la basílica de San Juan de Letrán, que es la Catedral del Obispo de Roma. Roguemos juntos a la Virgen María para que nos ayude, a obispo y pueblo, a caminar en la fe y en la caridad, confiados siempre en la misericordia del Señor: Él siempre nos espera, nos ama, nos ha perdonado con su sangre y nos perdona cada vez que acudimos a Él a pedir el perdón. ¡Confiemos en su misericordia!