ÁNGELUS
II Domingo de Adviento, 8 de diciembre de 2013

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Este segundo domingo de Adviento cae en el día de la fiesta de la Inmaculada Concepción de María, y así nuestra mirada es atraída por la belleza de la Madre de Jesús, nuestra Madre. Con gran alegría la Iglesia la contempla "llena de gracia" (Lc 1, 28), y comenzando con estas palabras la saludamos todos juntos: "llena de gracia". Digamos tres veces: "Llena de gracia". Todos: ¡Llena de gracia! ¡Llena de gracia! ¡Llena de gracia! Así, Dios la miró desde el primer instante en su designio de amor. La miró bella, llena de gracia. ¡Es hermosa nuestra madre! María nos sostiene en nuestro camino hacia la Navidad, porque nos enseña cómo vivir este tiempo de Adviento en espera del Señor. Porque este tiempo de Adviento es una espera del Señor, que nos visitará a todos en la fiesta, pero también a cada uno en nuestro corazón. ¡El Señor viene! ¡Esperémosle!

El Evangelio de san Lucas nos presenta a María, una muchacha de Nazaret, pequeña localidad de Galilea, en la periferia del Imperio romano y también en la periferia de Israel. Un pueblito. Sin embargo en ella, la muchacha de aquel pueblito lejano, sobre ella, se posó la mirada del Señor, que la eligió para ser la madre de su Hijo. En vista de esta maternidad, María fue preservada del pecado original, o sea de la fractura en la comunión con Dios, con los demás y con la creación que hiere profundamente a todo ser humano. Pero esta fractura fue sanada anticipadamente en la Madre de Aquél que vino a liberarnos de la esclavitud del pecado. La Inmaculada está inscrita en el designio de Dios; es fruto del amor de Dios que salva al mundo.

La Virgen no se alejó jamás de ese amor: toda su vida, todo su ser es un "sí" a ese amor, es un "sí" a Dios. Ciertamente, no fue fácil para ella. Cuando el Ángel la llamó "llena de gracia" (Lc 1, 28), ella "se turbó grandemente", porque en su humildad se sintió nada ante Dios. El Ángel la consoló: "No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús" (vv. 30-31). Este anuncio la confunde aún más, también porque todavía no se había casado con José; pero el Ángel añade: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios" (v. 35). María escucha, obedece interiormente y responde: "He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra" (v. 38).

El misterio de esta muchacha de Nazaret, que está en el corazón de Dios, no nos es extraño. No está ella allá y nosotros aquí. No, estamos conectados. De hecho, Dios posa su mirada de amor sobre cada hombre y cada mujer, con nombre y apellido. Su mirada de amor está sobre cada uno de nosotros. El apóstol Pablo afirma que Dios "nos eligió en Cristo antes de la fundación del mundo, para que fuéramos santos e intachables" (Ef 1, 4). También nosotros, desde siempre, hemos sido elegidos por Dios para vivir una vida santa, libre del pecado. Es un proyecto de amor que Dios renueva cada vez que nosotros nos acercamos a Él, especialmente en los Sacramentos.

En esta fiesta, entonces, contemplando a nuestra Madre Inmaculada, bella, reconozcamos también nuestro destino verdadero, nuestra vocación más profunda: ser amados, ser transformados por el amor, ser transformados por la belleza de Dios. Mirémosla a ella, nuestra Madre, y dejémonos mirar por ella, porque es nuestra Madre y nos quiere mucho; dejémonos mirar por ella para aprender a ser más humildes, y también más valientes en el seguimiento de la Palabra de Dios; para acoger el tierno abrazo de su Hijo Jesús, un abrazo que nos da vida, esperanza y paz.