Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Desde tiempos antiguos la Iglesia de Roma celebra a los Apóstoles Pedro y Pablo en una única fiesta en el mismo día, el 29 de junio. La fe en Jesucristo los hizo hermanos y el martirio los convirtió en una sola cosa. San Pedro y san Pablo, tan distintos entre sí a nivel humano, fueron elegidos personalmente por el Señor Jesús y respondieron a la llamada entregando toda su vida. En ambos la gracia de Cristo hizo cosas grandes, los ha transformado. Pues sí, ¡los ha transformado! Simón había negado a Jesús en el momento dramático de la pasión; Saulo había perseguido duramente a los cristianos. Pero los dos acogieron el amor de Dios y se dejaron transformar por su misericordia; así llegaron a ser amigos y apóstoles de Cristo. Por ello siguen hablando a la Iglesia y aún hoy nos indican el camino de la salvación. También nosotros, si por casualidad llegásemos a caer en los pecados más graves y en la noche más oscura, Dios es siempre capaz de transformarnos, como transformó a Pedro y a Pablo: transfórmanos el corazón y perdónanos todo. Transformando así nuestra oscuridad del pecado en un alba de luz. Dios es así: nos transforma, nos perdona siempre, como hizo con Pedro y como hizo con Pablo.
El libro de los Hechos de los Apóstoles muestra muchos rasgos de su testimonio. Pedro, por ejemplo, nos enseña a mirar a los pobres con mirada de fe y a darles lo más precioso que tenemos: el poder del nombre de Jesús. Esto hizo con el paralítico: le dio todo lo que tenía, es decir a Jesús (cf. Hch 3, 4-6).
De Pablo, se relata tres veces el episodio de la llamada por el camino de Damasco, que señala el cambio de su vida, marcando claramente un antes y un después. Primero, Pablo era un acérrimo enemigo de la Iglesia. Después, ofrece toda su vida al servicio del Evangelio. También para nosotros el encuentro con la Palabra de Cristo es capaz de transformar completamente nuestra vida. No es posible escuchar esta Palabra y permanecer quietos en el propio sitio, permanecer imposibilitados en las propias costumbres. La Palabra nos impulsa a vencer el egoísmo que tenemos en el corazón para seguir con decisión al Maestro que dio la vida por sus amigos. Pero es Él quien con su palabra nos cambia; es Él quien nos transforma; es Él quien nos perdona todo, si nosotros abrimos el corazón y pedimos el perdón.
Queridos hermanos y hermanas, esta fiesta suscita en nosotros una gran alegría, porque nos sitúa ante la obra de la misericordia de Dios en el corazón de dos hombres. Es la obra de la misericordia de Dios en estos dos hombres, que eran grandes pecadores. Y Dios quiere colmarnos también a nosotros con su gracia, como lo hizo con Pedro y con Pablo. Que la Virgen María nos ayude a acogerla como ellos, con corazón abierto, a no recibirla en vano. Y nos sostenga en la hora de la prueba, para dar testimonio de Jesucristo y de su Evangelio. Lo pedimos hoy en especial por los arzobispos metropolitanos nombrados en el último año, que esta mañana han celebrado conmigo la Eucaristía en San Pedro. Los saludamos a todos con afecto junto con sus fieles y familiares, y rezamos por ellos.