Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de este domingo (Mt 13, 1-23) nos presenta a Jesús predicando a orillas del lago de Galilea, y dado que lo rodeaba una gran multitud, subió a una barca, se alejó un poco de la orilla y predicaba desde allí. Cuando habla al pueblo, Jesús usa muchas parábolas: un lenguaje comprensible a todos, con imágenes tomadas de la naturaleza y de las situaciones de la vida cotidiana.
La primera que relata es una introducción a todas las parábolas: es la parábola del sembrador, que sin guardarse nada arroja su semilla en todo tipo de terreno. Y la verdadera protagonista de esta parábola es precisamente la semilla, que produce mayor o menor fruto según el terreno donde cae. Los primeros tres terrenos son improductivos: a lo largo del camino los pájaros se comen la semilla; en el terreno pedregoso los brotes se secan rápidamente porque no tienen raíz; en medio de las zarzas las espinas ahogan la semilla. El cuarto terreno es el terreno bueno, y sólo allí la semilla prende y da fruto.
En este caso, Jesús no se limitó a presentar la parábola, también la explicó a sus discípulos. La semilla que cayó en el camino indica a quienes escuchan el anuncio del reino de Dios pero no lo acogen; así llega el Maligno y se lo lleva. El Maligno, en efecto, no quiere que la semilla del Evangelio germine en el corazón de los hombres. Esta es la primera comparación. La segunda es la de la semilla que cayó sobre las piedras: ella representa a las personas que escuchan la Palabra de Dios y la acogen inmediatamente, pero con superficialidad, porque no tienen raíces y son inconstantes; y cuando llegan las dificultades y las tribulaciones, estas personas se desaniman enseguida. El tercer caso es el de la semilla que cayó entre las zarzas: Jesús explica que se refiere a las personas que escuchan la Palabra pero, a causa de las preocupaciones mundanas y de la seducción de la riqueza, se ahoga. Por último, la semilla que cayó en terreno fértil representa a quienes escuchan la Palabra, la acogen, la custodian y la comprenden, y la semilla da fruto. El modelo perfecto de esta tierra buena es la Virgen María.
Esta parábola habla hoy a cada uno de nosotros, como hablaba a quienes escuchaban a Jesús hace dos mil años. Nos recuerda que nosotros somos el terreno donde el Señor arroja incansablemente la semilla de su Palabra y de su amor. ¿Con qué disposición la acogemos? Y podemos plantearnos la pregunta: ¿cómo es nuestro corazón? ¿A qué terreno se parece: a un camino, a un pedregal, a una zarza? Depende de nosotros convertirnos en terreno bueno sin espinas ni piedras, pero trabajado y cultivado con cuidado, a fin de que pueda dar buenos frutos para nosotros y para nuestros hermanos.
Y nos hará bien no olvidar que también nosotros somos sembradores. Dios siembra semilla buena, y también aquí podemos plantearnos la pregunta: ¿qué tipo de semilla sale de nuestro corazón y de nuestra boca? Nuestras palabras pueden hacer mucho bien y también mucho mal; pueden curar y pueden herir; pueden alentar y pueden deprimir. Recordadlo: lo que cuenta no es lo que entra, sino lo que sale de la boca y del corazón.
Que la Virgen nos enseñe, con su ejemplo, a acoger la Palabra, custodiarla y hacerla fructificar en nosotros y en los demás.
Llamamiento
Dirijo a todos vosotros un sentido llamamiento a seguir rezando con insistencia por la paz en Tierra Santa, a la luz de los trágicos acontecimientos de los últimos días. Conservo aún en la memoria el vivo recuerdo del encuentro del pasado 8 de junio con el Patriarca Bartolomé, el presidente Peres y el presidente Abbas, junto a quienes hemos invocado el don de la paz y escuchado la llamada a romper la espiral de odio y de violencia. Alguno podría pensar que ese encuentro se realizó en vano. En cambio, ¡no! La oración nos ayuda a no dejarnos vencer por el mal ni a resignarnos a que la violencia y el odio predominen sobre el diálogo y la reconciliación. Exhorto a las partes implicadas y a todos los que tienen responsabilidades políticas a nivel local e internacional a no robar espacio a la oración y a no ahorrar esfuerzo alguno para hacer que cese toda hostilidad y alcanzar la paz deseada por el bien de todos. E invito a todos vosotros a uniros en la oración. En silencio, todos, recemos. (Oración silenciosa). Ahora, Señor, ayúdanos Tú. Danos Tú la paz, enséñanos Tú la paz, guíanos Tú hacia la paz. Abre nuestros ojos y nuestro corazón y danos el valor de decir: "¡nunca más la guerra!"; "¡con la guerra todo se destruye!". Infunde en nosotros el valor de realizar gestos concretos para construir la paz... Haznos disponibles para escuchar el grito de nuestros ciudadanos que nos piden que nuestras armas se transformen en instrumentos de paz, nuestros miedos en confianza y nuestras tensiones en perdón. Amén.