Solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! ¡Feliz fiesta!
El mensaje de la fiesta de hoy de la Inmaculada Concepción de la Virgen María se puede resumir con estas palabras: todo es don gratuito de Dios, todo es gracia, todo es don de su amor por nosotros. El ángel Gabriel llamó a María "llena de gracia" (Lc 1, 28): en ella no había espacio para el pecado, porque Dios la predestinó desde siempre como madre de Jesús y la preservó de la culpa original. Y María correspondió a la gracia y se abandonó diciendo al ángel: "Hágase en mí según tu palabra" (Lc 1, 38). No dice: "Yo lo haré según tu palabra": ¡no! Sino: "Hágase en mí...". Y el Verbo se hizo carne en su seno. También a nosotros se nos pide escuchar a Dios que nos habla y acoger su voluntad; según la lógica evangélica nada es más activo y fecundo que escuchar y acoger la Palabra del Señor, que viene del Evangelio, de la Biblia. El Señor nos habla siempre.
La actitud de María de Nazaret nos muestra que el ser está antes del hacer, y que es necesario dejar hacer a Dios para ser verdaderamente como Él nos quiere. Es Él quien hace en nosotros muchas maravillas. María fue receptiva, pero no pasiva. Como, a nivel físico, recibió el poder el Espíritu Santo para luego dar carne y sangre al Hijo de Dios que se formó en ella, así, a nivel espiritual, acogió la gracia y correspondió a la misma con la fe. Por ello san Agustín afirma que la Virgen "concibió primero en su corazón que en su seno" (Discursos, 215, 4). Concibió primero la fe y luego al Señor. Este misterio de la acogida de la gracia, que en María, por un privilegio único, no contaba con el obstáculo del pecado, es una posibilidad para todos. San Pablo, en efecto, inicia su Carta a los Efesios con estas palabras de alabanza: "Bendito sea Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en Cristo con toda clase de bendiciones espirituales en los cielos" (Ef 1, 3). Como Isabel saludó a María llamándola "bendita tú entre las mujeres" (Lc 1, 42), así también nosotros hemos sido desde siempre "bendecidos", es decir amados, y por ello "elegidos antes de la creación del mundo para que fuésemos santos e intachables" (Ef 1, 4). María fue preservada, mientras que nosotros fuimos salvados gracias al Bautismo y a la fe. Todos, tanto ella como nosotros, por medio de Cristo, "para alabanza de la gloria de su gracia" (v. 6), esa gracia de la cual la Inmaculada fue colmada en plenitud.
Ante el amor, ante la misericordia, ante la gracia divina derramada en nuestro corazón, la consecuencia que se impone es una sola: la gratuidad. Ninguno de nosotros puede comprar la salvación. La salvación es un don gratuito del Señor, un don gratuito de Dios que viene a nosotros y vive en nosotros. Como hemos recibido gratuitamente, así gratuitamente estamos llamados a dar (cf. Mt 10, 8); a imitación de María, que, inmediatamente después de acoger el anuncio del ángel, fue a compartir el don de la fecundidad con la pariente Isabel. Porque, si todo se nos ha dado, todo se debe devolver. ¿De qué modo? Dejando que el Espíritu Santo haga de nosotros un don para los demás. El Espíritu es don para nosotros y nosotros, con la fuerza del Espíritu, debemos ser don para los demás y dejar que el Espíritu Santo nos convierta en instrumentos de acogida, instrumentos de reconciliación e instrumentos de perdón. Si nuestra existencia se deja transformar por la gracia del Señor, porque la gracia del Señor nos transforma, no podremos conservar para nosotros la luz que viene de su rostro, sino que la dejaremos pasar para que ilumine a los demás. Aprendamos de María, que tuvo constantemente la mirada fija en su Hijo y su rostro se convirtió en "el rostro que más se asemeja a Cristo" (Dante, Paraíso, XXXII, 87). Y a ella nos dirigimos ahora con la oración que recuerda el anuncio del ángel.