Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
¡Un hermoso domingo nos regala el nuevo año! ¡Hermoso día!
Dice san Juan en el Evangelio que leímos hoy: "En Él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. Y la luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no lo recibió... El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre" (Jn 1, 4-5.9). Los hombres hablan mucho de la luz, pero a menudo prefieren la tranquilidad engañadora de la oscuridad. Nosotros hablamos mucho de la paz, pero con frecuencia recurrimos a la guerra o elegimos el silencio cómplice, o bien no hacemos nada en concreto para construir la paz. En efecto, dice san Juan que "vino a su casa, y los suyos no lo recibieron" (Jn 1, 11); porque "este es el juicio: que la luz –Jesús– vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras" (Jn 3, 19-20). Así dice san Juan en el Evangelio. El corazón del hombre puede rechazar la luz y preferir las tinieblas, porque la luz revela sus obras malvadas. Quien obra el mal, odia la luz. Quien obra el mal, odia la paz.
Hace unos días hemos iniciado el año nuevo en el nombre de la Madre de Dios, celebrando la Jornada mundial de la paz sobre el tema "No esclavos, sino hermanos". Mi deseo es que se supere la explotación del hombre por parte del hombre. Esta explotación es una plaga social que mortifica las relaciones interpersonales e impide una vida de comunión caracterizada por el respeto, la justicia y la caridad. Cada hombre y cada pueblo tienen hambre y sed de paz; por lo tanto, es necesario y urgente construir la paz.
La paz no es sólo ausencia de guerra, sino una condición general en la cual la persona humana está en armonía consigo misma, en armonía con la naturaleza y en armonía con los demás. Esto es la paz. Sin embargo, hacer callar las armas y apagar los focos de guerra sigue siendo la condición inevitable para dar comienzo a un camino que conduce a alcanzar la paz en sus diferentes aspectos. Pienso en los conflictos que aún ensangrientan demasiadas zonas del planeta, en las tensiones en las familias y en las comunidades –¡en cuántas familias, en cuántas comunidades, incluso parroquiales, existe la guerra!–, así como en los contrastes encendidos en nuestras ciudades y en nuestros países entre grupos de diversas extracciones culturales, étnicas y religiosas. Tenemos que convencernos, no obstante toda apariencia contraria, que la concordia es siempre posible, a todo nivel y en toda situación. No hay futuro sin propósitos y proyectos de paz. No hay futuro sin paz.
Dios, en el Antiguo Testamento, hizo una promesa. El profeta Isaías decía: "De las espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra" (Is 2, 4). ¡Es hermoso! La paz está anunciada, como don especial de Dios, en el nacimiento del Redentor: "En la tierra paz a los hombres de buena voluntad" (Lc 2, 14). Ese don requiere ser implorado incesantemente en la oración. Recordemos, aquí en la plaza, ese cartel: "En la base de la paz está la oración". Este don se debe implorar y se debe acoger cada día con empeño, en las situaciones en las que nos encontramos. En los albores de este nuevo año, estamos todos llamados a volver a encender en el corazón un impulso de esperanza, que debe traducirse en obras de paz concretas. "¿Tú no te llevas bien con esta persona? ¡Haz las paces!"; "¿En tu casa? ¡Haz las paces!"; "¿En tu comunidad? ¡Haz las paces!"; "¿En tu trabajo? ¡Haz las paces!". Obras de paz, de reconciliación y de fraternidad. Cada uno de nosotros debe realizar gestos de fraternidad hacia el prójimo, especialmente con quienes son probados por tensiones familiares o por altercados de diversos tipos. Estos pequeños gestos tienen mucho valor: pueden ser semillas que dan esperanza, pueden abrir caminos y perspectivas de paz.
Invoquemos ahora a María, Reina de la Paz. Ella, durante su vida terrena, conoció no pocas dificultades, relacionadas con la fatiga cotidiana de la existencia. Pero no perdió nunca la paz del corazón, fruto del abandono confiado a la misericordia de Dios. A María, nuestra Madre de ternura, le pedimos que indique al mundo entero la senda segura del amor y de la paz.