Queridos hermanos y hermanas:
En este quinto domingo de Cuaresma, el evangelista Juan nos llama la atención con un particular curioso: algunos "griegos", de religión judía, llegados a Jerusalén para la fiesta de la Pascua, se dirigen al apóstol Felipe y le dicen: "Queremos ver a Jesús" (Jn 12, 21). En la ciudad santa, donde Jesús fue por última vez, hay mucha gente. Están los pequeños y los sencillos, que han acogido festivamente al profeta de Nazaret reconociendo en Él al Enviado del Señor. Están los sumos sacerdotes y los líderes del pueblo, que lo quieren eliminar porque lo consideran herético y peligroso. También hay personas, como esos "griegos", que tienen curiosidad por verlo y por saber más acerca de su persona y de las obras realizadas por Él, la última de las cuales –la resurrección de Lázaro– causó mucha sensación.
"Queremos ver a Jesús": estas palabras, al igual que muchas otras en los Evangelios, van más allá del episodio particular y expresan algo universal; revelan un deseo que atraviesa épocas y culturas, un deseo presente en el corazón de muchas personas que han oído hablar de Cristo, pero no lo han encontrado aún. "Yo deseo ver a Jesús", así siente el corazón de esta gente.
Respondiendo indirectamente, de modo profético, a aquel pedido de poderlo ver, Jesús pronuncia una profecía que revela su identidad e indica el camino para conocerlo verdaderamente: "Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre" (Jn 12, 23). ¡Es la hora de la Cruz! Es la hora de la derrota de Satanás, príncipe del mal, y del triunfo definitivo del amor misericordioso de Dios. Cristo declara que será "levantado sobre la tierra" (Jn 12, 32), una expresión con doble significado: "levantado" en cuanto crucificado, y "levantado" porque fue exaltado por el Padre en la Resurrección, para atraer a todos hacia sí y reconciliar a los hombres con Dios y entre ellos. La hora de la Cruz, la más oscura de la historia, es también la fuente de salvación para todos los que creen en Él.
Continuando con la profecía sobre su Pascua ya inminente, Jesús usa una imagen sencilla y sugestiva, la del "grano de trigo" que, al caer en la tierra, muere para dar fruto (cf. Jn 12, 24). En esta imagen encontramos otro aspecto de la Cruz de Cristo: el de la fecundidad. La cruz de Cristo es fecunda. La muerte de Jesús, de hecho, es una fuente inagotable de vida nueva, porque lleva en sí la fuerza regeneradora del amor de Dios. Inmersos en este amor por el Bautismo, los cristianos pueden convertirse en "granos de trigo" y dar mucho fruto si, al igual que Jesús, "pierden la propia vida" por amor a Dios y a los hermanos (cf. Jn 12, 25).
Por este motivo, a aquellos que también hoy "quieren ver a Jesús", a los que están en búsqueda del rostro de Dios; a quien recibió una catequesis cuando era pequeño y luego no la profundizó más y quizá ha perdido la fe; a muchos que aún no han encontrado a Jesús personalmente...; a todas estas personas podemos ofrecerles tres cosas: el Evangelio; el Crucifijo y el testimonio de nuestra fe, pobre pero sincera. El Evangelio: ahí podemos encontrar a Jesús, escucharlo, conocerlo. El Crucifijo: signo del amor de Jesús que se entregó por nosotros. Y luego, una fe que se traduce en gestos sencillos de caridad fraterna. Pero principalmente en la coherencia de vida: entre lo que decimos y lo que vivimos, coherencia entre nuestra fe y nuestra vida, entre nuestras palabras y nuestras acciones. Evangelio, Crucifijo y testimonio. Que la Virgen nos ayude a llevar estas tres cosas.