Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de este domingo (Jn 6, 1-15) presenta el grane signo de la multiplicación de los panes, en la narración del evangelista Juan. Jesús se encuentra a orillas del lago de Galilea, y lo rodea «mucha gente», atraída por los «signos que hacía con los enfermos» (v. 2). En él actúa el poder misericordioso de Dios, que cura todo mal del cuerpo y del espíritu. Pero Jesús no es sólo alguien que cura, es también maestro: en efecto, sube al monte y se sienta, con la típica actitud del maestro cuando enseña: sube a la «cátedra» natural creada por su Padre celestial. Jesús, que sabe bien lo que está por hacer, en este momento pone a prueba a sus discípulos. ¿Qué se puede hacer para dar de comer a toda esa gente? Felipe, uno de los Doce, hace un cálculo veloz: organizando una colecta, se podrían recoger al máximo doscientos denarios para comprar el pan, que aún así no sería suficiente para dar de comer a cinco mil personas.
Los discípulos razonan con parámetros de «mercado», pero Jesús sustituye la lógica del comprar con otra lógica, la lógica del dar. Y he aquí que Andrés, otro de los Apóstoles, hermano de Simón Pedro, presenta a un joven que pone a disposición todo lo que tiene: cinco panes y dos peces; pero ciertamente –dice Andrés– no es nada para esa multitud (cf. v. 9). Pero Jesús esperaba justamente eso. Ordena a los discípulos que hagan sentar a la gente, luego toma los panes y los peces, da gracias al Padre y los distribuye (cf. v. 11). Estos gestos anticipan los de la última Cena, que dan al pan de Jesús su significado más auténtico. El pan de Dios es Jesús mismo. Al comulgar con Él, recibimos su vida en nosotros y nos convertimos en hijos del Padre celestial y hermanos entre nosotros. Recibiendo la comunión nos encontramos con Jesús realmente vivo y resucitado. Participar en la Eucaristía significa entrar en la lógica de Jesús, la lógica de la gratuidad, de la fraternidad. Y, por pobres que seamos, todos podemos dar algo. «Recibir la Comunión» significa recibir de Cristo la gracia que nos hace capaces de compartir con los demás lo que somos y tenemos.
La multitud quedó impresionada por el prodigio de la multiplicación de los panes; pero el don que Jesús ofrece es plenitud de vida para el hombre hambriento. Jesús sacia no sólo el hambre material, sino el más profundo, el hambre de sentido de la vida, el hambre de Dios. Ante el sufrimiento, la soledad, la pobreza y las dificultades de tanta gente, ¿qué podemos hacer nosotros? Lamentarse no resuelve nada, pero podemos ofrecer ese poco que tenemos, como el joven del Evangelio. Seguramente tenemos alguna hora de tiempo, algún talento, alguna competencia... ¿Quién de nosotros no tiene sus «cinco panes y dos peces»? ¡Todos los tenemos! Si estamos dispuestos a ponerlos en las manos del Señor, bastarían para que en el mundo haya un poco más de amor, de paz, de justicia y, sobre todo, de alegría. ¡Cuán necesaria es la alegría en el mundo! Dios es capaz de multiplicar nuestros pequeños gestos de solidaridad y hacernos partícipes de su don.
Que nuestra oración sostenga el compromiso común para que a nadie falte el Pan del cielo que dona la vida eterna y lo necesario para una vida digna, y se consolide la lógica de la fraternidad y del amor. La Virgen María nos acompañe con su intercesión maternal.