Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En este domingo continúa la lectura del capítulo sexto del Evangelio de san Juan. Después de la multiplicación de los panes, la gente se había puesto a buscar a Jesús y finalmente lo encuentra en Cafarnaún. Él comprende bien el motivo de tanto entusiasmo por seguirlo y lo revela con claridad: «Me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros» (Jn 6, 26). En realidad, esas personas lo siguen por el pan material que el día anterior había saciado su hambre, cuando Jesús había realizado la multiplicación de los panes; no habían comprendido que ese pan, partido para tantos, para muchos, era la expresión del amor de Jesús mismo. Han dado más valor a ese pan que a su donador. Ante esta ceguera espiritual, Jesús evidencia la necesidad de ir más allá del don y descubrir, conocer, al donador. Dios mismo es el don y también el donador. Y, así, de ese pan, de ese gesto, la gente puede encontrar a Aquel que lo da, que es Dios. Invita a abrirse a una perspectiva que no es solamente la de las preocupaciones cotidianas del comer, del vestir, del éxito, de la carrera. Jesús habla de otro alimento, habla de un alimento que no se corrompe y que es necesario buscar y acoger. Él exhorta: «Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre» (Jn 6, 27). Es decir, buscad la salvación, el encuentro con Dios.
Con estas palabras nos quiere hacer entender que más allá del hambre físico el hombre lleva consigo otra hambre –todos tenemos esta hambre– un hambre más importante que no puede ser saciada con un alimento ordinario. Se trata de hambre de vida, hambre de eternidad que solamente Él puede saciar porque es «el pan de vida» (Jn 6, 35). Jesús no elimina la preocupación y la búsqueda del alimento cotidiano, no, no elimina la preocupación por lo que te puede mejorar la vida. Pero Jesús nos recuerda que el verdadero significado de nuestra existencia terrena está al final, en la eternidad, está en el encuentro con Él, que es don y donador, y nos recuerda también que la historia humana con sus sufrimientos y sus alegrías tiene que ser vista en un horizonte de eternidad, es decir, en aquel horizonte del encuentro definitivo con Él. Y este encuentro ilumina todos los días de nuestra vida. Si pensamos en este encuentro, en este gran don, los pequeños dones de la vida, también los sufrimientos, las preocupaciones serán iluminadas por la esperanza de este encuentro. «Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás» (Jn 6, 35). Esta es la referencia a la Eucaristía, el don más grande que sacia el alma y el cuerpo. Encontrar y acoger en nosotros a Jesús, «pan de vida», da significado y esperanza al camino a menudo tortuoso de la vida. Pero este «pan de vida» nos ha sido dado con un cometido, esto es, para que podamos a su vez saciar el hambre espiritual y material de nuestros hermanos, anunciando el Evangelio por todas partes. Con el testimonio de nuestra actitud fraterna y solidaria hacia el prójimo, hagamos presente a Cristo y su amor en medio de los hombres.
Que la Virgen santa nos sostenga en la búsqueda y en el seguimiento de su Hijo Jesús, el pan verdadero, el pan vivo que no se corrompe y dura para la vida eterna.