ÁNGELUS
Solemnidad de la Asunción de la Bienaventurada Virgen María
Sábado 15 de agosto de 2015

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! y ¡feliz fiesta de la Virgen!

Hoy la Iglesia celebra una de las fiestas más importantes dedicadas a la Santísima Virgen María: la fiesta de su Asunción. Al final de su vida terrena, la Madre de Cristo subió en cuerpo y alma al Cielo, es decir, a la gloria de la vida eterna, en plena comunión con Dios.

El Evangelio de hoy (Lc 1, 39-56) nos presenta a María, que, inmediatamente después de haber concebido a Jesús por obra del Espíritu Santo, va a visitar a su anciana pariente Isabel, quien también milagrosamente espera un hijo. En este encuentro lleno del Espíritu Santo, María expresa su alegría con el cántico del Magníficat, porque ha tomado plena conciencia del significado de las grandes cosas que están sucediendo en su vida: a través de ella se llega al cumplimiento de toda la espera de su pueblo.

Pero el Evangelio nos muestra también cuál es el motivo más profundo de la grandeza de María y de su dicha: el motivo es la fe. De hecho, Isabel la saluda con estas palabras: «Bienaventurada la que ha creído, porque lo que ha dicho el Señor se cumplirá» (Lc 1, 45). La fe es el corazón de toda la historia de María; ella es la creyente, la gran creyente; ella sabe –y lo dice– que en la historia pesa la violencia de los prepotentes, el orgullo de los ricos, la arrogancia de los soberbios. Aún así, María cree y proclama que Dios no deja solos a sus hijos, humildes y pobres, sino que los socorre con misericordia, con atención, derribando a los poderosos de sus tronos, dispersando a los orgullosos en las tramas de sus corazones. Esta es la fe de nuestra madre, esta es la fe de María.

El cántico de la Virgen nos deja también intuir el sentido cumplido de la historia de María: si la misericordia del Señor es el motor de la historia, entonces no podía «conocer la corrupción del sepulcro la mujer que, por obra del Espíritu, concibió en su seno al autor de la vida, Jesucristo» (Prefacio). Todo esto no tiene que ver sólo con María. Las «cosas grandes» hechas en Ella por el Todopoderoso nos tocan profundamente, nos hablan de nuestro viaje en la vida, nos recuerdan la meta que nos espera: la casa del Padre. Nuestra vida, vista a la luz de María asunta al Cielo, no es un deambular sin sentido, sino una peregrinación que, aun con todas sus incertidumbres y sufrimientos, tiene una meta segura: la casa de nuestro Padre, que nos espera con amor.

Mientras tanto, mientras transcurre la vida, Dios hace resplandecer «para su pueblo, todavía peregrino sobre la tierra, un signo de consuelo y de segura esperanza» (ibid). Ese signo tiene un rostro, ese signo tiene un nombre: el rostro luminoso de la Madre del Señor, el nombre bendito de María, la llena de gracia, bendita porque ella creyó en la palabra del Señor: ¡la gran creyente! Como miembros de la Iglesia, estamos destinados a compartir la gloria de nuestra Madre, porque, gracias a Dios, también nosotros creemos en el sacrificio de Cristo en la cruz y, mediante el Bautismo, somos introducidos en este misterio de salvación.

Hoy todos juntos le rezamos para que, mientras se desarrolla nuestro camino en esta tierra, Ella vuelva a nosotros sus ojos misericordiosos, nos despeje el camino, nos indique la meta, y nos muestre después de este exilio a Jesús, el fruto bendito de su vientre. Y decimos juntos: Oh clemente, oh pía, oh dulce Virgen María.