Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy celebramos la fiesta de san Esteban. El recuerdo del primer mártir sigue inmediatamente a la solemnidad de la Navidad. Ayer contemplamos el amor misericordioso de Dios, que se ha hecho carne por nosotros; hoy vemos la respuesta coherente del discípulo de Jesús, que da su vida. Ayer nació en la tierra el Salvador; hoy nace para el cielo su testigo fiel. Ayer, como hoy, aparecen las tinieblas del rechazo de la vida, pero brilla más fuerte aún la luz del amor, que vence el odio e inaugura un mundo nuevo. Hay un aspecto particular en el relato de hoy de los Hechos de los Apóstoles, que acerca a san Esteban al Señor. Es su perdón antes de morir lapidado. Jesús, clavado en la cruz, había dicho: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34); de modo semejante, Esteban «poniéndose de rodillas, exclamó en alta voz: "Señor, no les tengas en cuenta este pecado"» (Hch 7, 60). Por tanto, Esteban es mártir, que significa testigo, porque obra como Jesús. En efecto, es un verdadero testigo el que se comporta come Él: quien reza, ama, da, pero, sobre todo, el que perdona, porque el perdón, como dice la misma palabra, es la expresión más alta del don.
Pero –podríamos preguntarnos– ¿para qué sirve perdonar? ¿Es sólo una buena acción o conlleva resultados? Encontramos una respuesta precisamente en el martirio de Esteban. Entre aquellos por los cuales él imploró el perdón había un joven llamado Saulo; este perseguía a la Iglesia y trataba de destruirla (cf. Hch 8, 3). Poco después Saulo se convirtió en Pablo, el gran santo, el Apóstol de los gentiles. Había recibido el perdón de Esteban. Podemos decir que Pablo nace de la gracia de Dios y del perdón de Esteban.
También nosotros nacemos del perdón de Dios. Y no sólo en el Bautismo, sino que cada vez que somos perdonados nuestro corazón renace, es regenerado. Cada paso hacia adelante en la vida de la fe lleva impreso al inicio el signo de la misericordia divina. Porque sólo cuando somos amados podemos amar a nuestra vez. Recordémoslo, nos hará bien: si queremos avanzar en la fe, ante todo es necesario recibir el perdón de Dios; encontrar al Padre, quien está dispuesto a perdonar todo y siempre, y que precisamente perdonando sana el corazón y reaviva el amor. Jamás debemos cansarnos de pedir el perdón divino, porque sólo cuando somos perdonados, cuando nos sentimos perdonados, aprendemos a perdonar.
Pero perdonar no es una cosa fácil, es siempre muy difícil. ¿Cómo podemos imitar a Jesús? ¿Por dónde comenzar para disculpar las pequeñas o grandes ofensas que sufrimos cada día? Ante todo por la oración, como hizo Esteban. Se comienza por el propio corazón: podemos afrontar con la oración el resentimiento que experimentamos, encomendando a quien nos ha hecho el mal a la misericordia de Dios: «Señor, te pido por él, te pido por ella». Después se descubre que esta lucha interior para perdonar purifica del mal y que la oración y el amor nos liberan de las cadenas interiores del rencor. ¡Es tan feo vivir en el rencor! Cada día tenemos la ocasión de entrenarnos para perdonar, para vivir este gesto tan alto que acerca el hombre a Dios. Como nuestro Padre celestial, también nosotros nos convertimos en misericordiosos, porque a través del perdón vencemos el mal con el bien, transformamos el odio en amor y así hacemos que el mundo sea más limpio.
Que la Virgen María, a quien encomendamos a los que como san Esteban padecen persecuciones en nombre de la fe –y por desgracia son muchísimos–, nuestros muchos mártires de hoy, oriente nuestra oración para recibir y donar el perdón. Recibir y donar el perdón.