ÁNGELUS.
Domingo 7 de febrero de 2016

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de este domingo cuenta –en la redacción de san Lucas– la llamada de los primeros discípulos de Jesús (Lc 5, 1-11). El hecho tiene lugar en un contexto de vida cotidiana: hay algunos pescadores sobre la orilla del mar de Galilea, los cuales, después de una noche de trabajo sin pescar nada, están lavando y organizando las redes. Jesús sube a la barca de uno de ellos, la de Simón, llamado Pedro, le pide separarse un poco de la orilla y se pone a predicar la Palabra de Dios a la gente que se había reunido en gran número. Cuando terminó de hablar, le dice a Pedro que se adentre en el mar para echar las redes. Simón ya había conocido a Jesús y había experimentado el poder prodigioso de su palabra, por lo que le contestó: «Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos recogido nada; pero, por tu palabra, echaré las redes» (Lc 5, 5). Y su fe no se ve decepcionada: de hecho, las redes se llenaron de tal cantidad de peces que casi se rompían (cf. Lc 5, 6).

Frente a este evento extraordinario, los pescadores se asombraron. Simón Pedro se arrojó a los pies de Jesús diciendo: «Señor, apártate de mí, que soy un pecador» (Lc 5, 8). Ese signo prodigioso le convenció de que Jesús no es sólo un maestro formidable, cuya palabra es verdadera y poderosa, sino que Él es el Señor, es la manifestación de Dios. Y esta cercana presencia despierta en Pedro un fuerte sentido de la propia mezquindad e indignidad. Desde un punto de vista humano, piensa que debe haber distancia entre el pecador y el Santo. En verdad, precisamente su condición de pecador requiere que el Señor no se aleje de él, de la misma forma en la que un médico no se puede alejar de quien está enfermo.

La respuesta de Jesús a Simón Pedro es tranquilizadora y decidida: «No temas; desde ahora serás pescador de hombres» (Lc 5, 10). Y de nuevo el pescador de Galilea, poniendo su confianza en esta palabra, deja todo y sigue a Aquel que se ha convertido en su Maestro y Señor. Y así hicieron también Santiago y Juan, compañeros de trabajo de Simón. Esta es la lógica que guía la misión de Jesús y la misión de la Iglesia: ir a buscar, «pescar» a los hombres y las mujeres, no para hacer proselitismo, sino para restituir a todos la plena dignidad y libertad, mediante el perdón de los pecados. Esto es lo esencial del cristianismo: difundir el amor regenerante y gratuito de Dios, con actitud de acogida y de misericordia hacia todos, para que cada uno puede encontrar la ternura de Dios y tener plenitud de vida. Y aquí, especialmente, pienso en los confesores: son los primeros que tienen que dar la misericordia del Padre siguiendo el ejemplo de Jesús., como han hecho los dos frailes santos, padre Leopoldo y padre Pío.

El Evangelio de hoy nos interpela: ¿sabemos fiarnos verdaderamente de la palabra del Señor? ¿O nos dejamos desanimar por nuestros fracasos? En este Año Santo de la Misericordia estamos llamados a confortar a cuantos se sienten pecadores e indignos frente al Señor y abatidos por los propios errores, diciéndoles las mismas palabras de Jesús: «No temas». Es más grande la misericordia del Padre que tus pecados. ¡Es más grande, no temas! Que la Virgen María nos ayude a comprender cada vez más que ser discípulos significa poner nuestros pies en las huellas dejadas por el Maestro: son las huellas de la gracia divina que regenera vida para todos.