ÁNGELUS.
Domingo 19 de junio de 2016

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El pasaje evangélico de este domingo (Lc 9, 18-24) nos llama una vez más a confrontarnos, por así decirlo, «cara a cara» con Jesús. En uno de los raros momentos tranquilos en los que se encuentra solo con sus discípulos, Él les pregunta: «¿Quién dice la gente que soy yo?» (Lc 9, 18). Y ellos responden: «Juan el Bautista; otros, que Elías; otros que un profeta de los antiguos había resucitado» (Lc 9, 19). Por lo tanto la gente apreciaba a Jesús y lo consideraba un gran profeta, pero aún no era consciente de su verdadera identidad, es decir que Él fuera el Mesías, el Hijo de Dios enviado por el Padre para la salvación de todos.

Jesús, entonces, se dirige directamente a los apóstoles –porque es esto lo que más le interesa– y pregunta: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». E inmediatamente en nombre de todos, Pedro responde: «El Cristo de Dios» (Lc 9, 20), es decir: Tú eres el Mesías, el Consagrado de Dios, mandado por Él para salvar a su pueblo según la Alianza y la promesa. Así Jesús se da cuenta que los Doce, y en particular Pedro, han recibido del Padre el don de la fe; y para esto comienza a hablar abiertamente –así dice el Evangelio: «abiertamente»– de lo que le esperaba en Jerusalén: «El Hijo del hombre –dice– debe sufrir mucho, y ser reprochado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar al tercer día» (Lc 9, 22).

Esas mismas preguntas se nos vuelven a proponer a cada uno de nosotros: «¿Quién es Jesús para la gente de nuestro tiempo?». Pero la otra es más importante: «¿Quién es Jesús para cada uno de nosotros?». Para mí, para ti… ¿Quién es Jesús para cada uno de nosotros? Estamos llamados a hacer de la respuesta de Pedro nuestra respuesta, profesando con gozo que Jesús es el Hijo de Dios, la Palabra eterna del Padre que se ha hecho hombre para redimir a la humanidad, derramando en ella la abundancia de la misericordia divina. El mundo tiene hoy más que nunca necesidad de Cristo, de su salvación, de su amor misericordioso. Muchas personas perciben un vacío a su alrededor y dentro de sí –quizá, algunas veces, también nosotros–; otros viven en la inquietud y la incertidumbre a causa de la precariedad y los conflictos. Todos tenemos necesidad de respuestas adecuadas a nuestras preguntas, a nuestros interrogantes concretos. En Cristo, sólo en Él, es posible encontrar la paz verdadera y el cumplimiento de toda aspiración humana. Jesús conoce el corazón del hombre como ninguno. Por esto lo puede sanar, dándole vida y consuelo.

Después de haber concluido el diálogo con los Apóstoles, Jesús se dirige a todos diciendo: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame» (Lc 9, 23). No se trata de una cruz ornamental, o de una cruz ideológica, sino que es la cruz del propio deber, la cruz del sacrificarse por los demás con amor –por los padres, los hijos, la familia, los amigos, también por los enemigos–, la cruz de la disponibilidad para ser solidarios con los pobres, para comprometerse por la justicia y la paz. Asumiendo esta actitud, estas cruces, siempre se pierde algo. No debemos olvidar jamás que «quien perderá la propia vida [por Cristo], la salvará» (Lc 9, 24). Es un perder para ganar. Y recordamos a todos nuestros hermanos que aún hoy ponen en práctica estas palabras de Jesús, ofreciendo su tiempo, su trabajo, su propia fatiga y hasta su vida para no renegar de su fe en Cristo. Jesús, mediante su Espíritu Santo, nos da la fuerza para ir hacia adelante en el camino de la fe y del testimonio: actuar de acuerdo con lo que creemos; no decir una cosa y hacer otra. Y en este camino la Virgen siempre está cerca nuestro y nos precede: dejémonos tomar de la mano por ella, cuando atravesamos los momentos más oscuros y difíciles.