Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy la liturgia nos propone la parábola llamada del «buen samaritano», tomada del Evangelio de Lucas (Lc 10, 25-37). Esta parábola, en su relato sencillo y estimulante, indica un estilo de vida, cuyo baricentro no somos nosotros mismos, sino los demás, con sus dificultades, que encontramos en nuestro camino y que nos interpelan. Los demás nos interpelan. Y cuando los demás no nos interpelan, algo allí no funciona; algo en aquel corazón no es cristiano. Jesús usa esta parábola en el diálogo con un Doctor de la Ley, a propósito del dúplice mandamiento que permite entrar en la vida eterna: amar a Dios con todo el corazón y al prójimo como a sí mismos (Lc 10, 25-28). «Sí –replica aquel Doctor de la Ley– pero dime, ¿quién es mi prójimo?» (Lc 10, 29). También nosotros podemos plantearnos esta pregunta: ¿Quién es mi prójimo? ¿A quién debo amar como a mí mismo? ¿A mis parientes? ¿A mis amigos? ¿A mis compatriotas? ¿A los de mi misma religión?… ¿Quién es mi prójimo? Y Jesús responde con esta parábola. Un hombre, a lo largo del camino de Jerusalén a Jericó, fue asaltado por unos ladrones, agredido y abandonado. Por aquel camino pasan primero un sacerdote y después un levita, quienes, aun viendo al hombre herido, no se detienen y siguen adelante (Lc 10, 31-32). Después pasa un samaritano, es decir, un habitante de la Samaria y, como tal, despreciado por los judíos porque no observaba la verdadera religión. Y en cambio él, precisamente él, cuando vio a aquel pobre desventurado, «se conmovió». «Se acercó y vendó sus heridas (…), «lo condujo a un albergue y se encargó de cuidarlo» (Lc 10, 33-34). Y al día siguiente, lo encomendó al dueño del albergue, pagó por él y dijo que también habría pagado el resto (cfr. Lc 10, 35). Llegados a este punto Jesús se dirige al Doctor de la Ley y le pregunta: «¿Cuál de los tres –el sacerdote, el levita o el samaritano– te parece que se portó como prójimo del hombre asaltado por los ladrones?». Y aquel –porque era inteligente– responde naturalmente: «El que tuvo compasión de él» (Lc 10, 36-37). De este modo Jesús ha cambiado completamente la perspectiva inicial del Doctor de la Ley –¡y también la nuestra!–: no debo catalogar a los demás para decidir quién es mi prójimo y quién no lo es. Depende de mí ser o no ser prójimo –la decisión es mía–, depende de mí ser o no ser prójimo de la persona que encuentro y que tiene necesidad de ayuda, incluso si es extraña o incluso hostil. Y Jesús concluye: «Ve, y procede tú de la misma manera» (Lc 10, 37).
¡Hermosa lección! Y lo repite a cada uno de nosotros: «Ve, y procede tú de la misma manera», hazte prójimo del hermano y de la hermana que ves en dificultad. «Ve, y procede tú de la misma manera». Hacer obras buenas, no decir sólo palabras que van al viento. Me viene en mente aquella canción: «Palabras, palabras, palabras». No. Hacer, hacer. Y mediante las obras buenas, que cumplimos con amor y con alegría hacia el prójimo, nuestra fe brota y da fruto. Preguntémonos –cada uno de nosotros responda en su propio corazón– preguntémonos: ¿Nuestra fe es fecunda? ¿Nuestra fe produce obras buenas? ¿O es más bien estéril, y por tanto, está más muerta que viva? ¿Me hago prójimo o simplemente paso de lado? ¿Soy de aquellos que seleccionan a la gente según su propio gusto? Está bien hacernos estas preguntas y hacérnoslas frecuentemente, porque al final seremos juzgados sobre las obras de misericordia. El Señor podrá decirnos: Pero tú, ¿te acuerdas aquella vez, por el camino de Jerusalén a Jericó? Aquel hombre medio muerto era yo. ¿Te acuerdas? Aquel niño hambriento era yo. ¿Te acuerdas? Aquel emigrante que tantos quieren echar era yo. Aquellos abuelos solos, abandonados en las casas para ancianos, era yo. Aquel enfermo solo en el hospital, al que nadie va a saludar, era yo. Que la Virgen María nos ayude a caminar por la vía del amor, amor generoso hacia los demás, la vía del buen samaritano. Que nos ayude a vivir el mandamiento principal que Cristo nos ha dejado. Este es el camino para entrar en la vida eterna.