ÁNGELUS.
Domingo 7 de agosto de 2016

Queridos hermanos y hermanas: ¡buenos días!

En el pasaje del Evangelio de hoy (Lc 12, 32-48), Jesús habla a sus discípulos del comportamiento a seguir en vista del encuentro final con Él, y explica cómo la espera de este encuentro debe impulsarnos a llevar una vida rica de obras buenas. Entre otras cosas dice «Vended vuestros bienes y dad limosna. Haceos bolsas que no se deterioran, un tesoro inagotable en los cielos, donde no llega el ladrón, ni destruye la polilla» (Lc 12, 33). Es una invitación a dar valor a la limosna como obra de misericordia, a no depositar nuestra confianza en los bienes efímeros, a usar las cosas sin apego y egoísmo sino según la lógica de Dios, la lógica de la atención a los demás, la lógica del amor. Nosotros podemos estar muy pegados al dinero, tener muchas cosas, pero al final no las podemos llevar con nosotros. Recordad que «el sudario no tiene bolsillos».

La enseñanza de Jesús continúa con tres breves parábolas sobre el tema de la vigilancia. Esto es importante: la vigilancia, estar atentos, permanecer vigilantes en la vida. La primera es la parábola de los siervos que esperan por la noche el regreso de su señor. «Dichosos los siervos que el Señor al venir encuentre despiertos» (Lc 12, 37): es la felicidad de esperar con fe al Señor, del estar preparados con actitud de servicio. Él está presente cada día, llama a la puerta de nuestro corazón. Y será bienaventurado quien le abra, porque tendrá una gran recompensa: es más, el Señor mismo se hará siervo de sus siervos –es una bonita recompensa– en el gran banquete de su Reino pasará Él mismo a servirles. Con esta parábola, ambientada por la noche, Jesús presenta la vida como una vigilia de espera laboriosa, preludio del día luminoso de la eternidad. Para poder participar se necesita estar preparado, despierto y comprometido con el servicio a los demás, con la tranquilizadora perspectiva de que «desde allí» no seremos nosotros los que sirvamos a Dios, sino que será Él mismo quien nos acoja en su mesa. Pensándolo bien, esto ocurre ya cada vez que encontramos al Señor en la oración, o también sirviendo a los pobres, y sobre todo en la Eucaristía, donde Él prepara un banquete para nutrirnos de su Palabra y de su Cuerpo.

La segunda parábola tiene como imagen la llegada imprevisible del ladrón. Este hecho exige una vigilancia; efectivamente Jesús exhorta: «También vosotros estad preparados, porque en el momento que no penséis, vendrá el Hijo del hombre» (Lc 12, 40). El discípulo es quien espera al Señor y su Reino. El Evangelio aclara esta perspectiva con la tercera parábola: el administrador de una casa después de la salida del señor. En la primera escena, el administrador sigue fielmente sus deberes y recibe su recompensa. En la segunda escena, el administrador abusa de su autoridad y golpea a los siervos, por lo que, al regreso imprevisto del señor, será castigado. Esta escena describe una situación frecuente también en nuestros días: tantas injusticias, violencias y maldades cotidianas nacen de la idea de comportarnos como dueños de la vida de los demás. Tenemos un solo dueño al cual no le gusta hacerse llamar «dueño» sino «Padre». Todos nosotros somos siervos, pecadores e hijos: Él es el único Padre.

Jesús nos recuerda hoy que la espera de la beatitud eterna no nos dispensa del compromiso de hacer más justo y más habitable el mundo. Es más, justamente nuestra esperanza de poseer el Reino en la eternidad nos impulsa a trabajar para mejorar las condiciones de la vida terrena, especialmente de los hermanos más débiles.

Que la Virgen María nos ayude a no ser personas y comunidades resignadas con el presente, o peor aún, nostálgicas del pasado, sino orientadas hacia el futuro de Dios, hacia el encuentro con Él, nuestra vida y nuestra esperanza.