ÁNGELUS
I Domingo de Adviento, 27 de noviembre de 2016

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy en la Iglesia inicia un nuevo año litúrgico, es decir, un nuevo camino de fe del pueblo de Dios. Y como siempre iniciamos con el Adviento. La página del Evangelio (cf. Mt 24, 37-44) nos presenta uno de los temas más sugestivos del tiempo de Adviento: la visita del Señor a la humanidad. La primera visita –lo sabemos todos– se produjo con la Encarnación, el nacimiento de Jesús en la gruta de Belén; la segunda sucede en el presente: el Señor nos visita continuamente cada día, camina a nuestro lado y es una presencia de consolación; y para concluir estará la tercera y última visita, que profesamos cada vez que recitamos el Credo: «De nuevo vendrá en la gloria para juzgar a vivos y a muertos». El Señor hoy nos habla de esta última visita suya, la que sucederá al final de los tiempos y nos dice dónde llegará nuestro camino.

La palabra de Dios hace resaltar el contraste entre el desarrollarse normal de las cosas, la rutina cotidiana y la venida repentina del Señor. Dice Jesús: «Como en los días que precedieron al diluvio, comían, bebían, tomaban mujer o marido, hasta el día en el que entró Noé en el arca, y no se dieron cuenta hasta que vino el diluvio y los arrasó a todos» (vv. 38-39): así dice Jesús. Siempre nos impresiona pensar en las horas que preceden a una gran calamidad: todos están tranquilos, hacen las cosas de siempre sin darse cuenta que su vida está apunto de ser alterada. El Evangelio, ciertamente no quiere darnos miedo, sino abrir nuestro horizonte a la dimensión ulterior, más grande, que por una parte relativiza las cosas de cada día pero al mismo tiempo las hace preciosas, decisivas. La relación con el Dios que viene a visitarnos da a cada gesto, a cada cosa una luz diversa, una profundidad, un valor simbólico.

Desde esta perspectiva llega también una invitación a la sobriedad, a no ser dominados por las cosas de este mundo, por las realidades materiales, sino más bien a gobernarlas. Si por el contrario nos dejamos condicionar y dominar por ellas, no podemos percibir que hay algo mucho más importante: nuestro encuentro final con el Señor, y esto es importante. Ese, ese encuentro. Y las cosas de cada día deben tener ese horizonte, deben ser dirigidas a ese horizonte. Este encuentro con el Señor que viene por nosotros. En aquel momento, como dice el Evangelio, «estarán dos en el campo: uno es tomado, el otro dejado» (v. 40). Es una invitación a la vigilancia, porque no sabiendo cuando Él vendrá, es necesario estar preparados siempre para partir.

En este tiempo de Adviento estamos llamados a ensanchar los horizontes de nuestro corazón, a dejarnos sorprender por la vida que se presenta cada día con sus novedades. Para hacer esto es necesario aprender a no depender de nuestras seguridades, de nuestros esquemas consolidados, porque el Señor viene a la hora que no nos imaginamos. Viene para presentarnos una dimensión más hermosa y más grande.

Que Nuestra Señora, Virgen del Adviento, nos ayude a no considerarnos propietarios de nuestra vida, a no oponer resistencia cuando el Señor viene para cambiarla, sino a estar preparados para dejarnos visitar por Él, huésped esperado y grato, aunque desarme nuestros planes.