Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Ayer por la tarde volví de la peregrinación a Fátima –¡saludamos a la Virgen de Fátima!– y nuestra oración mariana hoy asume un significado particular, lleno de memoria y de profecía por quien mira la historia con los ojos de la fe. En Fátima me he empapado en la oración del santo pueblo fiel, oración que allí fluye desde hace cien años como un río, para implorar la protección materna de María sobre el mundo entero. Doy gracias al Señor que me ha concedido acudir a los pies de la Virgen Madre como peregrino de esperanza y de paz. Y doy las gracias de corazón a los obispos, al obispo de Leiria-Fátima, a las Autoridades del Estado, al Presidente de la República y a todos los que han ofrecido su colaboración.
Desde el inicio, cuando en la capilla de las apariciones permanecí durante largo tiempo en silencio, acompañado por el silencio de la oración de todos los peregrinos, se creó un clima de recogimiento y de contemplación, en el cual se desarrollaron los varios momentos de oración. Y en el centro de todo estuvo el Señor Resucitado, presente en medio de su Pueblo en la Palabra y en la Eucaristía. Presente en medio de muchos enfermos, que son protagonistas de la vida litúrgica y pastoral de Fátima, como de cada santuario mariano.
En Fátima la Virgen eligió el corazón inocente y la sencillez de los pequeños Francisco, Jacinta y Lucía, como depositarios de su mensaje. Estos niños lo acogieron dignamente, tanto como para ser reconocidos como testigos fiables de las apariciones, y convirtiéndose en modelos de vida cristiana. Con la canonización de Francisco y Jacinta, he querido proponer a toda la Iglesia su ejemplo de adhesión a Cristo y el testimonio evangélico, y además, he querido proponer a toda la Iglesia el cuidado de los niños.
Su santidad no es consecuencia de las apariciones, sino de la fidelidad y del ardor con el cual ellos correspondieron al privilegio recibido de poder ver a la Virgen María. Después del encuentro con la "bella Señora" –así la llamaban–, ellos rezaban frecuentemente el Rosario, hacían penitencia y ofrecían sacrificios para alcanzar el final de la guerra y por las almas más necesitadas de la divina misericordia.
Y también hoy hay mucha necesidad de oración y de penitencia para implorar la gracia de la conversión, para implorar el final de tantas guerras que hay por todos lados en el mudo y que se extienden cada vez más, así como también el final de los absurdos conflictos grandes y pequeños, que deforman el rostro de la humanidad. Dejémonos guiar por la luz que viene de Fátima. Que el Corazón Inmaculado de María sea siempre nuestro refugio, nuestra consolación y la vía que nos conduce a Cristo.