Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de hoy (cf. Jn 14, 15-21), continuación del domingo pasado, nos lleva a ese momento conmovedor y dramático que es la Última cena de Jesús con sus discípulos. El evangelista Juan recoge de boca y del corazón del Señor sus últimas enseñanzas, antes de la pasión y de la muerte. Jesús promete a sus amigos, en ese momento triste, oscuro, que, después de Él, recibirán «otro Paráclito» (Jn 14, 16). Esta palabra significa otro "Abogado", otro Defensor, otro Consolador: «el Espíritu de la verdad» (Jn 14, 17); y añade: «no os dejaré huérfanos: volveré a vosotros» (Jn 14, 18). Estas palabras transmiten la alegría de una nueva venida de Cristo: Él, resucitado y glorificado, vive en el Padre y, al mismo tiempo, viene a nosotros en el Espíritu Santo. Y en esta su nueva venida se revela nuestra unión con Él y con el Padre: «comprenderéis que yo estoy en mi Padre y vosotros en mí y yo en vosotros» (Jn 14, 20).
Meditando estas palabras de Jesús, nosotros hoy percibimos ser el Pueblo de Dios en comunión con el Padre y con Jesús mediante el Espíritu Santo. En este misterio de comunión, la Iglesia encuentra la fuente inagotable de la propia misión, que se realiza mediante el amor. Jesús dice en el Evangelio de hoy: «El que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama, y el que me ame, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él» (Jn 14, 21). Es el amor que nos introduce en el conocimiento de Jesús, gracias a la acción de este "Abogado" que Jesús nos ha enviado, es decir el Espíritu Santo. El amor a Dios y al prójimo es el mandamiento más grande del Evangelio. El Señor hoy nos llama a corresponder generosamente a la llamada evangélica, al amor, poniendo a Dios en el centro de nuestra vida y dedicándonos al servicio de los hermanos, especialmente a los más necesitados de apoyo y consuelo.
Si existe una actitud que nunca es fácil, no se da por descontado tampoco para una comunidad cristiana, es precisamente la de saberse amar, de quererse en el ejemplo del Señor y con su gracia. A veces los contrastes, el orgullo, las envidias, las divisiones dejan la marca también en el rostro bello de la Iglesia. Una comunidad de cristianos debería vivir en la caridad de Cristo, y sin embargo es precisamente allí que el maligno "mete la pata" y nosotros a veces nos dejamos engañar. Y quienes lo pagan son las personas espiritualmente más débiles. Cuántas de ellas –y vosotros conocéis algunas– cuántas de ellas se han alejado porque no se han sentido acogidas, no se han sentido comprendidas, no se han sentido amadas. Cuántas personas se han alejado, por ejemplo de alguna parroquia o comunidad por el ambiente de chismorreos, de celos, de envidias que han encontrado ahí. También para un cristiano saber amar no es nunca un dato adquirido una vez para siempre; cada día se debe empezar de nuevo, se debe ejercitar porque nuestro amor hacia los hermanos y las hermanas que encontramos se haga maduro y purificado por esos límites o pecados que lo hacen parcial, egoísta, estéril e infiel. Cada día se debe aprender el arte de amar. Escuchad esto: cada día se debe aprender el arte de amar, cada día se debe seguir con paciencia la escuela de Cristo, cada día se debe perdonar y mirar a Jesús, y esto, con la ayuda de este "Abogado", de este Consolador que Jesús nos ha enviado que es el Espíritu Santo.
La Virgen María, perfecta discípula de su Hijo y Señor, nos ayude a ser cada vez más dóciles al Paráclito, al Espíritu de verdad, para aprender cada día a amarnos como Jesús nos ha amado.