Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La página evangélica de hoy propone tres parábolas con las cuales Jesús habla a las masas del Reino de Dios. Me detengo en la primera: la del grano bueno y la cizaña, que ilustra el problema del mal en el mundo y pone de relieve la paciencia de Dios (cf. Mt 13, 24-30.36-43). ¡Cuánta paciencia tiene Dios! También cada uno de nosotros puede decir esto: «¡Cuánta paciencia tiene Dios conmigo!». La narración se desarrolla en un campo con dos protagonistas opuestos.
Por una parte el dueño del campo que representa a Dios y esparce la semilla buena; por otra el enemigo que representa a Satanás y esparce la hierba mala. Con el pasar del tiempo, en medio del grano crece también la cizaña y ante este hecho el dueño y sus siervos tienen actitudes distintas. Los siervos querrían intervenir arrrancando la cizaña; pero el dueño, que está preocupado sobre todo por salvar el grano, se opone diciendo: «no, no sea que, al recoger la cizaña, arranquéis a la vez el trigo» (v. 29). Con esta imagen, Jesús nos dice que en este mundo el bien y el mal están tan entrelazados, que es imposible separarles y extirpar todo el mal. Solo Dios puede hacer esto, y lo hará en el juicio final. Con sus ambigüedades y su carácter complejo, la situación presente es el campo de la libertad, el campo de la libertad de los cristianos, en el cual se cumple el difícil ejercicio del discernimiento entre el bien y el mal. Y en este campo se trata entonces de combinar, con gran confianza en Dios y en su providencia, dos actitudes aparentemente contradictorias: la decisión y la paciencia. La decisión es la de querer ser buen grano –todos lo queremos–, con todas nuestras fuerzas, y entonces alejarse del maligno y de sus seducciones. La paciencia significa preferir una Iglesia que es levadura en la pasta, que no teme ensuciarse las manos lavando las ropas de sus hijos, antes que una Iglesia de «puros», que pretende juzgar antes del tiempo quién está en el Reino y quién no.
El Señor, que es la Sabiduría encarnada, hoy nos ayuda a comprender que el bien y el mal no se pueden identificar con territorios definidos o determinados grupos humanos: «Estos son los buenos, estos son los malos». Él nos dice que la línea de frontera entre el bien y el mal pasa por el corazón de cada persona, pasa por el corazón de cada uno de nosotros, es decir: todos somos pecadores. A mí se me antoja preguntaros: «quien no es pecador levante la mano». ¡Nadie! Porque todos lo somos, todos somos pecadores. Jesucristo, con su muerte en la cruz y su resurrección, nos ha liberado de la esclavitud del pecado y nos da la gracia de caminar en una vida nueva; pero con el Bautismo nos ha dado también la Confesión, porque siempre necesitamos ser perdonados por nuestros pecados. Mirar siempre y solamente el mal que está fuera de nosotros, significa no querer reconocer el pecado que está también en nosotros.
Y luego Jesús nos enseña un modo diverso de mirar el campo del mundo, de observar la realidad. Estamos llamados a aprender los tiempos de Dios –que no son nuestros tiempos– y también la «mirada» de Dios: gracias al influjo benéfico de una trepidante espera, lo que era cizaña o parecía cizaña, puede convertirse en un producto bueno. Es la realidad de la conversión. ¡Es la perspectiva de la esperanza!
La Virgen María nos ayude a percibir en la realidad que nos rodea no solo la suciedad y el mal, sino también el bien y lo bonito; a desenmascarar la obra de Satanás, pero sobre todo a confiar en la acción de Dios que fecunda la historia.