ÁNGELUS
Domingo 27 de agosto de 2017

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de este domingo (Mt 16, 13-20) nos cuenta un pasaje clave en el camino de Jesús con sus discípulos: el momento en el que Él quiere verificar en qué punto está su fe en Él. Primero quiere saber qué piensa de Él la gente; y la gente piensa que Jesús es un profeta, algo que es verdad, pero no recoge el centro de su Persona, no coge el centro de su misión. Después, plantea a sus discípulos la pregunta que más le preocupa, es decir, les pregunta directamente: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (v. 15). Y con ese «y» Jesús separa definitivamente a los apóstoles de la masa, como diciendo: y vosotros, que estáis conmigo cada día y me conocéis de cerca, ¿qué habéis aprendido más? El Maestro espera de los suyos una respuesta alta y otra respecto a la de la opinión pública. Y, de hecho, precisamente tal respuesta proviene del corazón de Simón llamado Pedro: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (v. 16). Simón Pedro encuentra en su boca palabras más grandes que él, palabras que no vienen de sus capacidades naturales. Quizá él no había estudiado en la escuela, y es capaz de decir estas palabras, ¡más fuertes que él! Pero están inspiradas por el Padre celeste (cf v. 17), el cual revela al primero de los Doce la verdadera identidad de Jesús: Él es el Mesías, el Hijo enviado por Dios para salvar a la humanidad. Y de esta respuesta, Jesús entiende que, gracias a la fe donada por el Padre, hay un fundamento sólido sobre el cual puede construir su comunidad, su Iglesia. Por eso dice a Simón: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (v. 18).

También con nosotros, hoy, Jesús quiere continuar construyendo su Iglesia, esta casa con fundamento sólido pero donde no faltan las grietas, y que continuamente necesita ser reparada. Siempre. La Iglesia siempre necesita ser reformada, reparada. Nosotros ciertamente no nos sentimos rocas, sino solo pequeñas piedras. Aún así, ninguna pequeña piedra es inútil, es más, en las manos de Jesús la piedra más pequeña se convierte en preciosa, porque Él la recoge, la mira con gran ternura, la trabaja con su Espíritu, y la coloca en el lugar justo, que Él desde siempre ha pensando y donde puede ser más útil a toda la construcción. Cada uno de nosotros es una pequeña piedra, pero en las manos de Jesús participa en la construcción de la Iglesia. Y todos nosotros, aunque seamos pequeños, nos hemos convertido en «piedras vivas», porque cuando Jesús toma en la mano su piedra, la hace suya, la hace viva, llena de vida, llena de vida del Espíritu Santo, llena de vida de su amor, y así tenemos un lugar y una misión en la Iglesia: esta es comunidad de vida, hecha de muchísimas piedras, todas diferentes, que forman un único edificio en su signo de la fraternidad y de la comunión.

Además, el Evangelio de hoy nos recuerda que Jesús ha querido para su Iglesia también un centro visible de comunión en Pedro –tampoco él es una gran piedra, pero tomada por Jesús se convierte en centro de comunión– en Pedro y en aquellos que le sucederían en la misma responsabilidad de primacía, que desde los orígenes se han identificado en los Obispos de Roma, la ciudad donde Pedro y Pablo han dado el testimonio de la sangre. Encomendémonos a María, Reina de los Apóstoles, Madre de la Iglesia. Ella estaba en el cenáculo, junto a Pedro, cuando el Espíritu Santo descendió sobre los Apóstoles y les empujó a salir, a anunciar a todos que Jesús es el Señor. Hoy nuestra Madre nos sostenga y nos acompañe con su intercesión, para que realicemos plenamente esa unidad y esa comunión por la que Cristo y los Apóstoles han rezado y han dado la vida.