Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El pasaje del Evangelio de hoy (cf. Mt 16, 21-27) es la continuación de aquel del pasado domingo, en el cual se resaltaba la profesión de fe de Pedro, «roca» sobre la cual Jesús quiere construir su Iglesia. Hoy, en un contraste evidente, Mateo nos muestra la reacción del propio Pedro cuando Jesús revela a sus discípulos que en Jerusalén deberá sufrir, ser matado y resucitar al tercer día. (cf. Mt 16, 21). Pedro lleva a parte al maestro y lo reprende porque esto –le dice– no le puede suceder a Él, a Cristo. Pero Jesús, a su vez, reprende a Pedro con duras palabras: «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Escándalo eres para mí, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres!» (Mt 16, 23). Un momento antes, el apóstol fue bendecido por el Padre, porque había recibido de Él aquella revelación, era una «piedra» sólida para que Jesús pudiese construir encima su comunidad; y justo después se convierte en un obstáculo, una piedra pero no para construir, una piedra de obstáculo en el camino del Mesías. ¡Jesús sabe bien que Pedro y el resto todavía tienen mucho camino por recorrer para convertirse en sus apóstoles!
En aquel punto, el Maestro se dirige a todos los que lo seguían, presentándoles con claridad la vía a recorrer: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mt 16, 24) Siempre, también hoy. Está la tentación de querer seguir a un Cristo sin cruz, es más, de enseñar a Dios el camino justo, como Pedro: «No, no Señor, esto no, no sucederá nunca». Pero Jesús nos recuerda que su vía es la vía del amor, y no existe el verdadero amor sin sacrificio de sí mismo. Estamos llamados a no dejarnos absorber por la visión de este mundo, sino a ser cada vez más conscientes de la necesidad y de la fatiga para nosotros cristianos de caminar siempre a contracorriente y cuesta arriba. Jesús completa su propuesta con palabras que expresan una gran sabiduría siempre válida, porque desafían la mentalidad y los comportamientos egocéntricos. Él exhorta: «Quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará». (Mt 16, 25). En esta paradoja está contenida la regla de oro que Dios ha inscrito en la naturaleza humana creada en Cristo: la regla de que solo el amor da sentido y felicidad a la vida.
Gastar los talentos propios, las energías y el propio tiempo solo para cuidarse, custodiarse y realizarse a sí mismos conduce en realidad a perderse, o sea, a una experiencia triste y estéril. En cambio, vivamos para el Señor y asentemos nuestra vida sobre su amor, como hizo Jesús: podremos saborear la alegría auténtica y nuestra vida no será estéril, será fecunda. En la celebración de la Eucaristía revivimos el misterio de la cruz; no solo recordamos sino que cumplimos el memorial del Sacrificio redentor, en el que el Hijo de Dios se pierde completamente a Sí mismo para recibirse de nuevo en el Padre y así encontrarnos, que estábamos perdidos, junto con todas las criaturas.
Cada vez que participamos en la Santa Misa, el amor de Cristo crucificado y resucitado se nos comunica como alimento y bebida, porque podemos seguirlo a Él en el camino de cada día, en el servicio concreto de los hermanos. Que María Santísima, que siguió a Jesús hasta el calvario, nos acompañe también a nosotros y nos ayude a no tener miedo de la cruz, pero con Jesús crucificado, no una cruz sin Jesús, la cruz con Jesús, es decir la cruz de sufrir por el amor de Dios y de los hermanos, porque este sufrimiento, por la gracia de Cristo, es fecundo de resurrección.