ÁNGELUS.
Domingo 22 de octubre de 2017

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de este domingo (Mt 22, 15-21) nos presenta un nuevo cara a cara con Jesús y sus opositores. El tema afrontado es el del tributo al César: una cuestión «espinosa», acerca de la legalidad o no de pagar los impuestos al emperador de Roma, al que estaba sometida Palestina en el tiempo de Jesús. Las posiciones eran diversas. Por lo tanto, la pregunta que hicieron los fariseos: «¿Es lícito pagar tributo al César o no?» (Mt 22, 17) constituye una trampa para el Maestro. De hecho, según cómo hubiera respondido, podría haber sido acusado de estar a favor o en contra de Roma.

Pero Jesús, también en este caso, responde con calma y aprovecha la pregunta maliciosa para dar una enseñanza importante, elevándose por encima de la polémica y de las formaciones opuestas. Dice a los fariseos: «Mostradme la moneda del tributo». Estos le presentan el dinero y Jesús, observando la moneda, pregunta: «¿De quién es esta imagen y la inscripción?». Los fariseos solo pueden responder: «De César». Entonces Jesús concluye: «Dad entonces al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (cf. Mt 22, 19-21). Por un lado, al insinuar devolver al emperador lo que le pertenece, Jesús declara que pagar el impuesto no es un acto de idolatría, sino un acto debido a la autoridad terrenal; por el otro –y es aquí donde Jesús da el «golpe maestro»– reclamando el primado de Dios, pide que se le rinda lo que le espera como Señor de la vida del hombre y de la historia.

La referencia a la imagen de César, incisa en la moneda, dice que es justo sentirse ciudadanos del Estado de pleno título –con derechos y deberes–; pero simbólicamente hace pensar en otra imagen que está impresa en cada hombre: la imagen de Dios. Él es el Señor de todo y nosotros, que hemos sido creados «a su imagen» le pertenecemos ante todo a Él. Jesús planteó, a partir de la pregunta hecha por los fariseos, una interrogación más radical y vital para cada uno de nosotros, una interrogación que podemos hacernos: ¿a quién pertenezco yo? ¿A la familia, a la ciudad, a los amigos, a la escuela, al trabajo, a la política, al Estado? Sí, claro. Pero antes que nada –nos recuerda Jesús– tú perteneces a Dios. Esta es la pertenencia fundamental. Es Él quien te ha dado todo lo que eres y tienes. Y por lo tanto, nuestra vida, día a día, podemos y debemos vivirla en el reconocimiento de nuestra pertenencia fundamental y en el reconocimiento de corazón hacia nuestro Padre, que crea a cada uno de nosotros de forma singular, irrepetible, pero siempre según la imagen de su Hijo amado, Jesús. Es un misterio admirable. El cristiano está llamado a comprometerse concretamente con las realidades humanas y sociales sin contraponer «Dios» y «César»; contraponer a Dios y al César sería una actitud fundamentalista. El cristiano está llamado a comprometerse concretamente en las realidades terrenales, pero iluminándolas con la luz que viene de Dios. El confiarse de forma prioritaria a Dios y la esperanza en Él no comportan una huida de la realidad, sino restituir laboriosamente a Dios aquello que le pertenece. Por eso el creyente mira a la realidad futura, la de Dios, para vivir la vida terrenal con plenitud y responder con coraje a sus desafíos.

Que la Virgen María nos ayude a vivir siempre en conformidad con la imagen de Dios que llevamos en nosotros, dentro, dando también nuestra contribución a la construcción de la ciudad terrenal.