ÁNGELUS.
Fiesta de san Esteban protomártir.
Martes 26 de diciembre de 2017

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Después de haber celebrado el nacimiento de Jesús, hoy celebramos el nacimiento de san Esteban, el primer mártir. Incluso si a primera vista podría parecer que entre los dos aniversarios no hay un vínculo, en realidad sí lo hay y es un vínculo muy fuerte.

Ayer, en la liturgia de Navidad escuchamos proclamar «y la Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros» (Jn 1, 14). San Esteban puso en crisis a los jefes de su pueblo, porque estaba «lleno de fe y de Espíritu Santo» (Hch 6, 5), creía firmemente y profesaba la nueva presencia de Dios entre los hombres; sabía que el verdadero templo de Dios es, de hecho, Jesús, Verbo eterno llegado para habitar entre nosotros, hecho en todo como nosotros, excepto en el pecado. Pero san Esteban es acusado de predicar la destrucción del templo de Jerusalén. La acusación que hacen contra él es haber afirmado que «Jesús, ese Nazareno, destruiría este lugar y cambiaría las costumbres que Moisés nos ha transmitido» (Hch 6, 14).

En efecto, el mensaje de Jesús es incómodo y nos incomoda, porque desafía el poder religioso mundano y provoca las conciencias. Después de su venida, es necesario convertirse, cambiar la mentalidad, renunciar a pensar como antes, cambiar, convertirse. Esteban quedó anclado al mensaje de Jesús hasta su muerte. Sus últimas oraciones: «Señor Jesús, recibe mi espíritu» y «Señor, no les tengas en cuenta este pecado» (Hch 7, 59-60), estas dos oraciones son eco fiel de las pronunciadas por Jesús en la cruz: «Padre, en tus manos pongo mi espíritu» (Lc 23, 46) y «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34). Esas palabras de Esteban fueron posibles solamente porque el Hijo de Dios vino sobre la tierra y murió y resucitó por nosotros; antes de estos eventos eran expresiones humanamente impensables. Esteban suplica a Jesús acoger su espíritu. Cristo resucitado, de hecho, es el Señor y es el único mediador entre Dios y los hombres, no solamente en la hora de nuestra muerte, sino también en cada instante de la vida: sin Él no podemos hacer nada (cf. Jn 15, 5). Por lo tanto, también nosotros, frente al Niño Jesús en el pesebre, podemos rezar así: «Señor, Jesús, te confiamos nuestro espíritu, acógelo», para que nuestra existencia sea realmente una vida buena según el Evangelio.

Jesús es nuestro mediador y nos reconcilia no solamente con el Padre, sino también entre nosotros. Él es la fuente de amor, que nos abre a la comunión con los hermanos, a amarnos entre nosotros, eliminando cada conflicto y resentimiento. Sabemos que los resentimientos son algo feo, hacen tanto daño ¡y nos hacen tanto daño! Y Jesús elimina todo esto y hace que nos amemos. Este es el milagro de Jesús. Pidamos a Jesús, nacido por nosotros, que nos ayude a asumir este doble comportamiento de confianza en el Padre y de amor por el prójimo; es un comportamiento que transforma la vida y la hace más hermosa, más fructuosa.

A María, Madre del Redentor y Reina de los mártires, elevamos con confianza nuestra oración, para que nos ayude a acoger a Jesús como Señor de nuestra vida y a convertirnos en sus valientes testigos, preparados para pagar en persona el precio de la fidelidad al Evangelio.