Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La liturgia de este cuarto domingo de Pascua continúa en el intento de ayudarnos a redescubrir nuestra identidad de discípulos del Señor resucitado. En los Hechos de los Apóstoles, Pedro declara abiertamente que la curación de los lisiados, realizada por él y de la que habla todo Jerusalén, tuvo lugar en el nombre de Jesús, porque «no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (Hch 4, 12). En ese hombre sanado está cada uno de nosotros –ese hombre es la figura de nosotros: nosotros estamos todos allí–, están nuestras comunidades: cada uno puede recuperarse de las muchas formas de debilidad espiritual que tiene: ambición, pereza, orgullo, si acepta depositar con confianza su existencia en las manos del Señor resucitado. «Por el nombre de Jesucristo, el Nazareno –afirma Pedro– a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de entre los muertos; por su nombre y no por ningún otro se presenta éste aquí sano delante de vosotros» (Hch 4, 10) ¿Pero quién es Cristo sanador? ¿En qué consiste ser sanado por Él? ¿De qué nos cura? ¿Y mediante qué maneras?
La respuesta a todas estas preguntas la encontramos en el Evangelio de hoy, donde Jesús dice: «Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas» (Jn 10, 11). Esta autopresentación de Jesús no puede ser reducida a una sugestión emotiva, sin ningún efecto concreto. Jesús sana siendo un pastor que da vida. Dando su vida por nosotros. Jesús le dice a cada uno: «tu vida es tan valiosa para mí, que para salvarla yo doy todo de mí mismo». Es precisamente esta ofrenda de vida lo que lo hace el buen Pastor por excelencia, el que sana, el que nos permite vivir una vida bella y fructífera. La segunda parte de la misma página evangélica nos dice en qué condiciones Jesús puede sanarnos y puede hacer nuestra vida bella y fecunda: «Yo soy el buen pastor, –dice Jesús– conozco a mis ovejas y las mías me conocen a mí, como me conoce el Padre y yo conozco al Padre» (Jn 10, 14-15). Jesús no habla de un conocimiento intelectual, sino de una relación personal, de predilección, de ternura mutua, un reflejo de la misma relación íntima de amor entre Él y el Padre. Esta es la actitud a través de la cual se realiza una relación viva y personal con Jesús: dejándonos conocer por Él. No cerrándonos en nosotros mismos, abrirse al Señor, para que Él me conozca. Él está atento a cada uno de nosotros, conoce nuestro corazón profundamente: conoce nuestras fortalezas y nuestras debilidades, los proyectos que hemos logrado y las esperanzas que fueron decepcionadas. Pero nos acepta tal como somos, nos conduce con amor, porque de su mano podemos atravesar incluso caminos inescrutables sin perder el rumbo. Nos acompaña Él.
A nuestra vez, nosotros estamos llamados a conocer a Jesús. Esto implica buscar un encuentro con Él, que despierte el deseo de seguirlo abandonando las actitudes autorreferenciales para emprender nuevos senderos, indicados por Cristo mismo y abiertos a vastos horizontes. Cuando en nuestras comunidades se enfría el deseo de vivir la relación con Jesús, de escuchar su voz y seguirlo fielmente, es inevitable que prevalezcan otras formas de pensar y vivir que no son coherentes con el Evangelio. Que María, nuestra Madre nos ayude a madurar una relación cada vez más fuerte con Jesús. Abrirnos a Jesús para que entre dentro de nosotros. Una relación más fuerte: Él ha resucitado. Así podemos seguirlo para toda la vida. En esta Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, que María interceda para que muchos respondan con generosidad y perseverancia al Señor que llama a dejar todo por su Reino.