Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En la fiesta de hoy de Pentecostés culmina el tiempo pascual, centrado en la muerte y resurrección de Jesús. Esta solemnidad nos hace recordar y revivir el derramamiento del Espíritu Santo sobre los apóstoles y los demás discípulos, reunidos en oración con la Virgen María en el Cenáculo (cf. Hch 2, 1-11). Aquel día se inició la historia de la santidad cristiana, porque el Espíritu Santo es la fuente de la santidad, que no es el privilegio de unos pocos, sino la vocación de todos. Por el bautismo, de hecho, estamos todos llamados a participar en la misma vida divina de Cristo y con la confirmación, a convertirnos en testigos suyos en el mundo.
«El Espíritu Santo derrama santidad por todas partes, en el santo pueblo fiel de Dios» (Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 6). «Dios quería santificar y salvar a los hombres, no individualmente y sin ninguna conexión entre ellos, sino que quiere convertirlos en un pueblo, reconociéndolo según la verdad y servirlo en santidad» (Cost. Dogm. Lumen gentium, 9).
Ya por medio de los antiguos profetas el Señor había anunciado al pueblo este designio suyo. Ezequiel: «Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis normas. […] Vosotros seréis mi pueblo yo seré vuestro Dios» (Ez 36, 27-28). El profeta Joel: «Yo derramaré mi Espíritu en toda carne. Vuestros hijos e hijas profetizarán. […] Hasta en los siervos y las siervas derramaré mi Espíritu en aquellos días. […] Todo el que invoque el nombre de Yahveh será salvo» (Ez 3, 1-2.5). Y todas estas profecías se realizan en Jesucristo, «mediador y garante de la efusión perenne del Espíritu» (Misal Romano, Prefacio después de la Ascensión). Y hoy es la fiesta de la efusión del Espíritu.
Desde aquel día de Pentecostés, y hasta el fin de los tiempos, esta santidad, cuya plenitud es Cristo, se entrega a todos aquellos que se abren a la acción del Espíritu Santo, y se esfuerzan en serle dóciles. Es el Espíritu el que hace experimentar una alegría plena. El Espíritu Santo, viniendo a nosotros, vence la sequedad, abre los corazones a la esperanza, estimula y favorece la maduración interna en la relación con Dios y el prójimo. Es lo que dice san Pablo: «El fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí» (Ga 5, 22). Todo esto hace el Espíritu en nosotros. Por eso, hoy festejamos esta riqueza que el Padre nos da.
Pidamos a la Virgen María que obtenga hoy un Pentecostés renovado para la Iglesia, una renovada juventud que nos dé la alegría de vivir y testimoniar el Evangelio e «infunda en nosotros un intenso anhelo de ser santos para la mayor gloria de Dios» (Gaudete et exsultate, 177).