ÁNGELUS.
Domingo, 5 de agosto de 2018

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En estos últimos domingos, la liturgia nos ha mostrado la imagen cargada de ternura de Jesús que va al encuentro de la multitud y de sus necesidades. En el pasaje evangélico de hoy (cf. Jn 6, 24-35) la perspectiva cambia: es la multitud, hambrienta de Jesús, quien se pone nuevamente a buscarle, va al encuentro de Jesús. Pero a Jesús no le basta que la gente lo busque, quiere que la gente lo conozca; quiere que la búsqueda de Él y el encuentro con Él vayan más allá de la satisfacción inmediata de las necesidades materiales.

Jesús ha venido a traernos algo más, a abrir nuestra existencia a un horizonte más amplio respecto a las preocupaciones cotidianas del nutrirse, del vestirse, de la carrera, etc. Por eso, dirigido a la multitud, exclama: «Vosotros me buscáis, no porque habéis visto señales, sino porque habéis comido de los panes y os habéis saciado» (Jn 6, 26).

Así estimula a la gente a dar un paso adelante, a preguntarse sobre el significado del milagro, y no solo a aprovecharse. De hecho, ¡la multiplicación de los panes y de los peces es un signo del gran don que el Padre ha hecho a la humanidad y que es Jesús mismo!

Él, verdadero «pan de la vida» (Jn 6, 35), quiere saciar no solamente los cuerpos sino también las almas, dando el alimento espiritual que puede satisfacer el hambre profunda. Por esto invita a la multitud a procurarse no la comida que no dura, sino esa que permanece para la vida eterna (cf. Jn 6, 27). Se trata de un alimento que Jesús nos dona cada día: su Palabra, su Cuerpo, su Sangre.

La multitud escucha la invitación del Señor, pero no comprende el sentido –como nos sucede muchas veces también a nosotros– y le preguntan: «¿qué hemos de hacer para llevar a cabo las obras de Dios?» (Jn 6, 28).

Los que escuchan a Jesús piensan que Él les pide cumplir los preceptos para obtener otros milagros como ese de la multiplicación de los panes. Es una tentación común, esta, de reducir la religión solo a la práctica de las leyes, proyectando sobre nuestra relación con Dios la imagen de la relación entre los siervos y su amo: los siervos deben cumplir las tareas que el amo les ha asignado, para tener su benevolencia. Esto lo sabemos todos.

Por eso la multitud quiere saber de Jesús qué acciones debe hacer para contentar a Dios. Pero Jesús da una respuesta inesperada: «La obra de Dios es que creáis en quien él ha enviado» (Jn 6, 29). Estas palabras están dirigidas, hoy, también a nosotros: la obra de Dios no consisten tanto en el «hacer» cosas, sino en el «creer» en Aquel que Él ha mandado. Esto significa que la fe en Jesús nos permite cumplir las obras de Dios. Si nos dejamos implicar en esta relación de amor y de confianza con Jesús, seremos capaces de realizar buenas obras que permufen a Evangelio, por el bien y las necesidades de los hermanos.

El Señor nos invita a no olvidar que, si es necesario preocuparse por el pan, todavía más importante es cultivar la relación con Él, reforzar nuestra fe en Él que es el «pan de la vida», venido para saciar nuestra hambre de verdad, nuestra hambre de justicia, nuestra hambre de amor.

Que la Virgen María, en el día en el que recordamos la dedicación de la Basílica de Santa María Mayor en Roma, la Salus populi romani, nos sostenga en nuestro camino de fe y nos ayude a abandonarnos con alegría al diseño de Dios sobre nuestra vida.