Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El pasaje evangélico de este domingo (cf. Jn 6, 51-58) nos introduce en la segunda parte del discurso que hizo Jesús en la sinagoga de Cafarnaún, después de haber dado de comer a una gran multitud con cinco panes y dos peces: la multiplicación de los panes. Él se presenta como «el pan vivo, bajado del cielo», el pan que da la vida eterna, y añade: «el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo» (Jn 6, 51). Este pasaje es decisivo, y de hecho provoca la reacción de los que están escuchando, que se ponen a discutir entre ellos: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?» (Jn 6, 52). Cuando el signo del pan compartido lleva a su verdadero significado, es decir, el don de sí hasta el sacrificio, emerge la incomprensión, emerge incluso el rechazo de Aquel que poco antes se quería llevar al triunfo. Recordemos que Jesús ha tenido que esconderse porque queríamos hacerlo rey.
Jesús prosigue: «Si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros» (Jn 6, 53). Aquí junto a la carne aparece también la sangre. Carne y sangre en el lenguaje bíblico expresan la humanidad concreta. La gente y los mismos discípulos instituyen que Jesús les invita a entrar en comunión con Él, a «comer» a Él, su humanidad para compartir con Él el don de la vida para el mundo. ¡Mucho más que triunfos y espejismos exitosos! Es precisamente el sacrificio de Jesús lo que se dona a sí mismo por nosotros.
Este pan de vida, sacramento del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, viene a nosotros donado gratuitamente en la mesa de la eucaristía. En torno al altar encontramos lo que nos alimenta y nos sacia la sed espiritualmente hoy y para la eternidad. Cada vez que participamos en la santa misa, en un cierto sentido, anticipamos el cielo en la tierra, porque del alimento eucarístico, el Cuerpo y la Sangre de Jesús, aprendemos qué es la vida eterna. Esta es vivir por el Señor: «el que me coma vivirá por mí» (Jn 6, 57), dice el Señor. La eucaristía nos moldea para que no vivamos solo por nosotros mismos, sino por el Señor y por los hermanos. La felicidad y la eternidad de la vida dependen de nuestra capacidad de hacer fecundo el amor evangélico que recibimos en la eucaristía.
Jesús, como en aquel tiempo, también hoy nos repite a cada uno: «Si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros» (Jn 6, 53). Hermanos y hermanas, no se trata de una comida material, sino de un pan vivo y vivificante, que comunica la vida misma de Dios. Cuando hacemos la comunión recibimos la vida misma de Dios. Para tener esta vida es necesario nutrirse del Evangelio y del amor de los hermanos. Frente a la invitación de Jesús a nutrirnos con su Cuerpo y su Sangre, podremos sentir la necesidad de discutir y de resistir, como hicieron los que escuchaban de los que habla el Evangelio de hoy. Esto sucede cuando nos cuesta mucho modelar nuestra existencia sobre la de Jesús, y actuar según sus criterios y no según los criterios del mundo. Nutriéndonos con este alimento podemos entrar en plena sintonía con Cristo, como sus sentimientos, con sus comportamientos. Esto es muy importante: ir a misa y comunicarse, porque recibir la comunión es recibir este Cristo vivo, que nos transforma dentro y nos prepara para el cielo.
Que la Virgen María sostenga nuestro propósito de hacer comunión con Jesucristo, nutriéndonos de su eucaristía, para convertirnos a su vez en pan partido por los hermanos.