Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En primer lugar, debo disculparme por el retraso, pero ha habido un incidente: ¡me he quedado encerrado en el ascensor durante 25 minutos! Hubo una caída de electricidad y el ascensor se detuvo. Gracias a Dios que el Cuerpo de Bomberos vino –¡se lo agradezco mucho! – y después de 25 minutos de trabajo consiguieron que funcionara. ¡Un aplauso para el Cuerpo de Bomberos!
El Evangelio de este domingo (cf. Lc 14, 1.7-14) nos muestra a Jesús participando en un banquete en la casa de un líder de los fariseos. Jesús mira y observa cómo corren los invitados, se apresuran a llegar a los primeros lugares. Esta es una actitud bastante extendida, incluso en nuestros días, y no sólo cuando se nos invita a comer: normalmente, buscamos el primer lugar para afirmar una supuesta superioridad sobre los demás. En realidad, esta carrera hacia los primeros lugares perjudica a la comunidad, tanto civil como eclesial, porque arruina la fraternidad. Todos conocemos a esta gente: escaladores, que siempre suben para arriba, arriba…. Hacen daño a la fraternidad, dañan la fraternidad.
Frente a esta escena, Jesús cuenta dos parábolas cortas. La primera parábola se dirige al invitado a un banquete, y le exhorta a no ponerse en primer lugar, «no sea –dice– que haya sido convidado otro más distinguido que tú y viniendo el que os convidó a ti y a él, te diga: "deja el sitio a este" y entonces vayas a ocupar avergonzado el último puesto» (cf. Lc 14, 8-9). En cambio, Jesús nos enseña a tener una actitud opuesta: «Al contrario, cuando seas convidado, vete a sentarte en el último puesto, de manera que, cuando venga el que te convidó, te diga: "Amigo, sube más arriba"» (Lc 14, 10). Por lo tanto, no debemos buscar por nuestra propia iniciativa la atención y consideración de los demás, sino más bien dejar que otros nos la presten. Jesús siempre nos muestra el camino de la humildad –¡debemos aprender el camino de la humildad!– porque es el más auténtico, lo que también nos permite tener relaciones auténticas. Verdadera humildad, no falsa humildad, lo que en Piamonte se llama la mugna quacia, no, no esa. La verdadera humildad.
En la segunda parábola, Jesús se dirige al que invita y, refiriéndose a la manera de seleccionar a los invitados, le dice: «Cuando des un banquete, llama a los pobres, a los lisiados, a los cojos, a los ciegos; y serás dichoso, porque no te pueden corresponder» (Lc 14, 13-14). Aquí también, Jesús va completamente a contracorriente, manifestando como siempre la lógica de Dios Padre. Y también añade la clave para interpretar este discurso suyo. ¿Y cuál es la clave? Una promesa: si haces esto, «se te recompensará en la resurrección de los justos» (Lc 14, 14). Esto significa que quien se comporte de esta manera tendrá la recompensa divina, muy superior al intercambio humano: Yo te hago este favor esperando que me hagas otro. No, esto no es cristiano. La humilde generosidad es cristiana. El intercambio humano, de hecho, suele distorsionar las relaciones, las hace «comerciales», introduciendo un interés personal en una relación que debe ser generosa y libre. En cambio, Jesús invita a la generosidad desinteresada, a abrir el camino a una alegría mucho mayor, la alegría de ser parte del amor mismo de Dios que nos espera a todos en el banquete celestial.
Que la Virgen María, «humilde y elevada más que criatura» (Dante, Paraíso, XXXIII, 2), nos ayude a reconocernos como somos, es decir, como pequeños; y a alegrarnos de dar sin nada a cambio.