Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de hoy (Lc 15, 1-32) comienza con algunos que critican a Jesús, lo ven en compañía de publicanos y pecadores, y dicen con indignación: « Este acoge a los pecadores y come con ellos» (Lc 15, 2). Esta frase se revela, en realidad, como un anuncio maravilloso. Jesús acoge a los pecadores y come con ellos. Esto es lo que nos sucede, en cada misa, en cada iglesia: Jesús se alegra de acogernos en su mesa, donde se ofrece por nosotros. Esta es la frase que podríamos escribir en las puertas de nuestras iglesias: "Aquí Jesús acoge a los pecadores y los invita a su mesa". Y el Señor, respondiendo a los que le criticaban, cuenta tres parábolas, tres parábolas maravillosas, que muestran su predilección por los que se sienten lejos de él. Hoy sería bueno que cada uno de vosotros tomara el Evangelio, el Evangelio de Lucas, capítulo 15, y leyera las tres parábolas. Son maravillosas.
En la primera parábola dice: «¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas y pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto, y va a buscar la que se perdió? (Lc 15, 4) ¿Quién de vosotros? Una persona de sentido común no lo hace: hace un par de cálculos y sacrifica una para mantener las noventa y nueve. Dios, en cambio, no se resigna. Él se preocupa precisamente por ti que todavía no conoces la belleza de su amor, tú que todavía no has aceptado a Jesús en el centro de tu vida, tú que no puedes vencer tu pecado, tú que quizás no crees en el amor debido a las cosas malas que han sucedido en tu vida. En la segunda parábola, tú eres esa pequeña moneda que el Señor no se resigna a perder y busca sin cesar: quiere decirte que eres precioso a sus ojos, que eres único. Nadie puede reemplazarte en el corazón de Dios. Tú tienes un lugar, eres tú, y nadie puede reemplazarte; y yo también, nadie puede reemplazarme en el corazón de Dios. Y en la tercera parábola Dios es el padre que espera el regreso del hijo pródigo: Dios nos espera siempre, no se cansa, no se desanima. Porque somos nosotros, cada uno de nosotros, ese hijo que se vuelve a abrazar, esa moneda encontrada, esa oveja acariciada y puesta sobre sus hombros. Él espera cada día que nos demos cuenta de su amor. Y tú dices: "¡Pero he hecho mal tantas cosas, han sido demasiadas!". No tengas miedo: Dios te ama, te ama tal como eres y sabe que sólo su amor puede cambiar tu vida.
Pero este amor infinito de Dios por nosotros pecadores, que es el corazón del Evangelio, puede ser rechazado. Es lo que hace el hijo mayor de la parábola. No entiende el amor en ese momento y tiene en mente más a un amo que a un padre. Es un riesgo también para nosotros: creer en un dios que es más riguroso que misericordioso, un dios que derrota al mal con el poder en vez de con el perdón. No es así, Dios salva con amor, no con fuerza; se propone, no se impone. Pero el hijo mayor, que no acepta la misericordia de su padre, se cierra, comete un error peor: se cree justo, cree que ha sido traicionado y juzga todo sobre la base de su opinión de la justicia. Así que se enfada con su hermano y reprocha a su padre: «y ahora que ha venido ese hijo tuyo, has matado para él el novillo cebado» (Lc 15, 30). Ese hijo tuyo: no dice mi hermano, sino tu hijo. Se siente hijo único. También nosotros cometemos errores cuando creemos que tenemos razón, cuando pensamos que los malos son los otros. No nos creamos buenos, porque solos, sin la ayuda de Dios que es bueno, no sabemos cómo vencer al mal. Hoy no lo olvidéis, tomad el Evangelio y leed las tres parábolas de Lucas, capítulo 15. Os hará bien, será saludable para vosotros.
¿Cómo podemos derrotar el mal? Aceptando el perdón de Dios y el perdón de nuestros hermanos. Pasa cada vez que nos confesamos: allí recibimos el amor del Padre que vence nuestro pecado: desaparece, Dios se olvida de él. Dios, cuando perdona, pierde la memoria, olvida nuestros pecados, olvida. ¡Dios es tan bueno con nosotros! No como nosotros, que después de decir "no pasa nada", a la primera oportunidad recordamos con intereses el mal que nos han hecho. No, Dios borra el mal, nos renueva en nosotros y así renace en nosotros la alegría, no la tristeza, no la oscuridad en el corazón, no la sospecha, sino la alegría.
Hermanos y hermanas, ánimo, con Dios, ningún pecado tiene la última palabra. La Virgen, que desata los nudos de la vida, nos libera de la pretensión de creernos justos y nos hace sentir la necesidad de ir al Señor, que siempre nos espera para abrazarnos, para perdonarnos.