Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La segunda lectura de la liturgia de hoy nos propone la exhortación que el apóstol Pablo dirige a su fiel colaborador Timoteo: «Proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia y doctrina» (2Tm 4, 2). El tono es firme: Timoteo debe sentirse responsable del anuncio de la Palabra.
La Jornada Mundial de las Misiones, que se celebra hoy, es una buena ocasión para que cada bautizado tome una conciencia más viva de la necesidad de cooperar en el anuncio de la Palabra, en el anuncio del Reino de Dios a través de un compromiso renovado. Hace cien años, el Papa Benedicto XV promulgó la Carta Apostólica Maximum illud para dar un nuevo impulso a la responsabilidad misionera de toda la Iglesia. Sintió la necesidad de recalificar evangélicamente la misión en el mundo, para que fuera purificada de cualquier incrustación colonial y libre del condicionamiento de las políticas expansionistas de las naciones europeas.
En el nuevo contexto de hoy, el mensaje de Benedicto XV sigue siendo actual y nos estimula a superar la tentación de cualquier cierre autorreferencial y de cualquier forma de pesimismo pastoral, para abrirnos a la novedad gozosa del Evangelio. En nuestro tiempo, marcado por una globalización que debería ser solidaria y respetuosa de las particularidades de los pueblos y que, en cambio, todavía sufre de la homologación y de los viejos conflictos de poder que alimentan las guerras y arruinan el planeta, los creyentes están llamados a llevar a todas partes, con un nuevo ímpetu, la buena noticia de que, en Jesús, la misericordia vence al pecado, la esperanza vence al miedo, la fraternidad supera a la hostilidad. Cristo es nuestra paz y en Él se supera toda división, sólo en Él está la salvación de cada hombre y de cada pueblo.
Para vivir plenamente la misión hay una condición indispensable: la oración, una oración ferviente e incesante, según la enseñanza de Jesús que se proclama también en el Evangelio de hoy, en el que cuenta una parábola sobre el hecho de que es «preciso orar siempre sin desfallecer» (Lc 18, 1). La oración es el primer sustento del pueblo de Dios a los misioneros, pues ésta es rica en afecto y gratitud por su difícil tarea de anunciar y dar la luz y la gracia del Evangelio a los que aún no lo han recibido. Hoy es una buena ocasión para preguntarnos: ¿rezo por los misioneros? ¿Rezo por aquellos que van lejos para llevar la Palabra de Dios con su testimonio? Pensemos en ello.
Que María, Madre de todos los pueblos, acompañe y proteja cada día a los misioneros del Evangelio.