Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La página del Evangelio de hoy (cf. Lc 20, 27-38) nos ofrece una enseñanza maravillosa de Jesús sobre la resurrección de los muertos. Algunos saduceos, que no creían en la resurrección, provocaron a Jesús con una pregunta algo insidiosa: ¿De quién será esposa tras la resurrección una mujer que ha tenido siete maridos sucesivos, todos ellos hermanos, y que han muerto uno tras otro? Jesús no cae en la trampa y responde que los resucitados en el más allá «ni ellos tomarán mujer ni ellas marido, ni pueden ya morir, porque son como ángeles, y son hijos de Dios, siendo hijos de la resurrección» (Lc 20, 35-36). Así responde Jesús.
Con esta respuesta, Jesús invita, en primer lugar, a sus interlocutores –y a nosotros también– a pensar que esta dimensión terrenal en la que vivimos ahora no es la única dimensión, sino que hay otra, ya no sujeta a la muerte, en la que se manifestará plenamente que somos hijos de Dios. Es un gran consuelo y esperanza escuchar estas palabras sencillas y claras de Jesús sobre la vida más allá de la muerte; las necesitamos sobre todo en nuestro tiempo, tan rico en conocimientos sobre el universo pero tan pobre en sabiduría sobre la vida eterna.
Esta clara certeza de Jesús sobre la resurrección se basa enteramente en la fidelidad de Dios, que es el Dios de la vida. De hecho, detrás de la pregunta de los saduceos se esconde una cuestión más profunda: no sólo de quién será esposa la mujer viuda de siete maridos, sino de quién será su vida. Es una duda que atormenta al hombre de todos los tiempos y también a nosotros: después de esta peregrinación terrenal, ¿qué será de nuestras vidas? ¿Pertenecerá a la nada, a la muerte?
Jesús responde que la vida pertenece a Dios, que nos ama y se preocupa mucho por nosotros, hasta el punto de vincular su nombre al nuestro: es «el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. Porque Él no es un Dios de muertos, sino de vivos, porque para Él todos viven» (Lc 20, 37-38). La vida subsiste donde hay vínculo, comunión, fraternidad; y es una vida más fuerte que la muerte cuando se construye sobre relaciones verdaderas y lazos de fidelidad. Por el contrario, no hay vida cuando pretendemos pertenecer sólo a nosotros mismos y vivir como islas: en estas actitudes prevalece la muerte. Es egoísmo. Si vivo para mí mismo, estoy sembrando la muerte en mi corazón.
Que la Virgen María nos ayude a vivir cada día en la perspectiva de lo que decimos en la parte final del Credo: «Creo en la resurrección de la carne y la vida eterna». Esperamos el más allá.