Queridos hermanos y hermanas: ¡buenos días!
Este segundo domingo del tiempo ordinario supone una continuación a la Epifanía y la fiesta del Bautismo de Jesús. El pasaje evangélico (cf. Jn 1, 29-34) nos habla aún de la manifestación de Jesús. En efecto, después de haber sido bautizado en el río Jordán, Jesús fue consagrado por el Espíritu Santo que se posó sobre Él y fue proclamado Hijo de Dios por la voz del Padre celestial (cf. Mt 3, 16-17 y siguientes). El evangelista Juan, a diferencia de los otros tres, no describe el evento, sino que nos propone el testimonio de Juan el Bautista. Fue el primer testigo de Cristo. Dios lo había llamado y preparado para esto.
El Bautista no puede frenar el urgente deseo de dar testimonio de Jesús y declara: «Y yo lo he visto y doy testimonio» (Jn 1, 34). Juan vio algo impactante, es decir, al Hijo amado de Dios en solidaridad con los pecadores; y el Espíritu Santo le hizo comprender la novedad inaudita, un verdadero cambio de rumbo. De hecho, mientras que en todas las religiones es el hombre quien ofrece y sacrifica algo para Dios, en el caso de Jesús es Dios quien ofrece a su Hijo para la salvación de la humanidad. Juan manifiesta su asombro y su consentimiento ante esta novedad traída por Jesús, a través de una expresión significativa que repetimos cada día en la misa: «¡He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo!» (Jn 1, 29).
El testimonio de Juan el Bautista nos invita a empezar una y otra vez en nuestro camino de fe: empezar de nuevo desde Jesucristo, el Cordero lleno de misericordia que el Padre ha dado por nosotros. Sorprendámonos una vez más por la elección de Dios de estar de nuestro lado, de solidarizarse con nosotros los pecadores, y de salvar al mundo del mal haciéndose cargo de él totalmente.
Aprendamos de Juan el Bautista a no dar por sentado que ya conocemos a Jesús, que ya lo conocemos todo de Él (cf. Jn 1, 31). No es así. Detengámonos en el Evangelio, quizás incluso contemplando un icono de Cristo, un "Rostro Santo". Contemplemos con los ojos y más aún con el corazón; y dejémonos instruir por el Espíritu Santo, que dentro de nosotros nos dice: ¡Es Él! Es el Hijo de Dios hecho cordero, inmolado por amor. Él, sólo Él ha cargado, sólo Él ha sufrido, sólo Él ha expiado el pecado de cada uno de nosotros, el pecado del mundo, y también mis pecados. Todos ellos. Los cargó todos sobre sí mismo y los quitó de nosotros, para que finalmente fuéramos libres, no más esclavos del mal. Sí, todavía somos pobres pecadores, pero no esclavos, no, no somos esclavos: ¡somos hijos, hijos de Dios!
Que la Virgen María nos otorgue la fuerza de dar testimonio de su Hijo Jesús; de anunciarlo con alegría con una vida liberada del mal y palabras llenas de fe maravillada y gratitud.