Queridos hermanos y hermanas:
Ha sido significativo celebrar la Eucaristía de este segundo Domingo de Pascua aquí, en la iglesia del Espíritu Santo en Sassia, que san Juan Pablo II quiso que fuera el Santuario de la Divina Misericordia. La respuesta de los cristianos en las tempestades de la vida y de la historia no puede ser otra que la misericordia: el amor compasivo entre nosotros y por todos, especialmente hacia los que sufren, los que tienen que afrontar más dificultades, los más abandonados… in pietismo, sin asistencialismo, pero con la compasión que viene del corazón. Y la misericordia divina viene del Corazón de Cristo, del Cristo Resucitado. Brota de la herida de su costado, siempre abierta, abierta para nosotros, que siempre necesitamos perdón y consuelo. Que la misericordia cristiana también inspire la colaboración justa entre las naciones y sus instituciones, para hacer frente a la crisis actual de una manera solidaria.
Quiero felicitar a los hermanos y hermanas de las Iglesias Orientales que hoy celebran la fiesta de la Pascua. Juntos anunciamos: «¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado!» (Lc 24, 34). Especialmente en este tiempo de dificultad, ¡sintamos qué gran regalo es la esperanza que surge de haber resucitado con Cristo! En particular, me alegro con las comunidades católicas orientales que, por razones ecuménicas, celebran la Pascua junto con las ortodoxas: que esta fraternidad sirva de consuelo allá donde los cristianos son una pequeña minoría.
Con alegría pascual nos dirigimos ahora a la Virgen María, Madre de la Misericordia.