Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El pasaje evangélico de este domingo (cfr. Mt 11, 25-30) está dividido en tres partes: primero Jesús alza un himno de bendición y de agradecimiento al Padre, porque ha revelado a los pobres y a los sencillos el misterio del Reino de los cielos; después desvela la relación íntima y singular que hay entre Él y el Padre; y finalmente invita a acudir a Él y a seguirlo para encontrar alivio.
El primer lugar, Jesús alaba al Padre, porque ha ocultado los secretos de su Reino, de su verdad, «a sabios e inteligentes» (Mt 11, 25). Los llama así con un velo de ironía, porque presumen que son sabios, inteligentes, y por tanto tienen el corazón cerrado, muchas veces. La verdadera sabiduría también viene del corazón, no es solamente entender ideas: la verdadera sabiduría entra también en el corazón. Y si tú sabes muchas cosas, pero tienes el corazón cerrado, tú no eres sabio. Jesús dice que los misterios de su Padre han sido revelados a los «pequeños», a los que se abren con confianza a su Palabra de salvación, abren el corazón a la Palabra de salvación, sienten la necesidad de Él y esperan todo de Él. El corazón abierto y confiado hacia el Señor.
Después, Jesús explica que ha recibido todo del Padre, y lo llama «mi Padre», para afirmar la unicidad de su relación con Él. De hecho, solo entre el Hijo y el Padre hay total reciprocidad: el uno conoce al otro, el uno vive en el otro. Pero esta comunión única es como una flor que brota, para revelar gratuitamente su belleza y su bondad. Y de aquí la invitación de Jesús: «Venid a mí…» (Mt 11, 28). Él quiere donar lo que toma del Padre. Quiere donarnos la verdad, y la verdad de Jesús es siempre gratuita: es un don, es el Espíritu Santo, la Verdad.
Como el Padre tiene una preferencia por los «pequeños», también Jesús se dirige a los «fatigados y sobrecargados». Es más, se pone Él mismo en medio de ellos, porque Él es el «manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29), así dice que es. Como en la primera y en la tercera bienaventuranza, la de los humildes o pobres de espíritu; y la de los mansos (cfr. Mt 5, 3-5): la mansedumbre de Jesús. Así Jesús, «manso y humilde», no es un modelo para los resignados ni simplemente una víctima, sino que es el Hombre que vive «de corazón» esta condición en plena trasparencia al amor del Padre, es decir al Espíritu Santo. Él es el modelo de los «pobres de espíritu» y de todos los otros "bienaventurados" del Evangelio, que cumplen la voluntad de Dios y testimonian su Reino.
Y después, Jesús dice que si vamos a Él encontraremos descanso: el «descanso» que Cristo ofrece a los cansados y oprimidos no es un alivio solamente psicológico o una limosna donada, sino la alegría de los pobres de ser evangelizados y constructores de la nueva humanidad. Este es el alivio: la alegría, la alegría que nos da Jesús. Es única, es la alegría que Él mismo tiene. Es un mensaje para todos nosotros, para todos los hombres de buena voluntad, que Jesús dirige todavía hoy en el mundo, que exalta a quien se hace rico y poderoso. Cuántas veces decimos: "¡Ah, quisiera ser como ese, como esa, que es rico, tiene mucho poder, no le falta nada!". El mundo exalta al rico y poderoso, no importa con qué medios, y a veces pisando a la persona humana y su dignidad. Y esto lo vemos todos los días, los pobres pisados. Y es un mensaje para la Iglesia, llamada a vivir las obras de misericordia y a evangelizar a los pobres, a ser mansos, humildes. Así el Señor quiere que sea su Iglesia, es decir nosotros.
María, la más humilde y la más alta entre las criaturas, implore a Dios para nosotros la sabiduría del corazón, para que sepamos discernir sus signos en nuestra vida y ser partícipes de esos misterios que, ocultos a los soberbios, son revelados a los humildes.