Domingo, 16 de agosto de 2020
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de este domingo (cfr. Mt 15, 21-28) describe el encuentro entre Jesús y una mujer cananea. Jesús está al norte de Galilea, en territorio extranjero, para estar con sus discípulos un poco alejado de las multitudes, que lo buscan cada vez más numerosas. Y entonces se acerca una mujer que implora ayuda para la hija enferma: «¡Ten piedad de mí, Señor!» (v. 22). Es el grito que nace de una vida marcada por el sufrimiento, por el sentido de impotencia de una madre que ve a la hija atormentada por el mal y no puede curarla. Jesús al principio la ignora, pero esta madre insiste, insiste, también cuando el Maestro dice a los discípulos que su misión está dirigida solamente a las «ovejas perdidas de la casa de Israel» (v. 24) y no a los paganos. Ella le sigue suplicando, y Él, a este punto, la pone a prueba citando un proverbio –parece casi un poco cruel esto– : «No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos» (v. 26). Y la mujer enseguida, despierta, angustiada, responde: «Sí, Señor, pero también los perritos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos» (v. 27).
Con estas palabras esta madre demuestra haber intuido que la bondad del Dios Altísimo, presente en Jesús, está abierta a toda necesidad de sus criaturas. Esta sabiduría plena de confianza toca el corazón de Jesús y le arrebata palabras de admiración: «Mujer, grande es tu fe; que te suceda como deseas» (v. 28). ¿Cuál es la fe grande? La fe grande es aquella que lleva la propia historia, marcada también por las heridas, a los pies del Señor pidiéndole que la sane, que le dé sentido.
Cada uno de nosotros tiene su propia historia y no siempre es una historia limpia; muchas veces es una historia difícil, con muchos dolores, muchos problemas y muchos pecados. ¿Qué hago, yo, con mi historia? ¿La escondo? ¡No! Tenemos que llevarla delante del Señor: "¡Señor, si Tú quieres, puedes sanarme!" Esto es lo que nos enseña esta mujer, esta buena mujer: la valentía de llevar la propia historia de dolor delante de Dios, delante de Jesús; tocar la ternura de Dios, la ternura de Jesús. Hagamos, nosotros, la prueba de esta historia, de esta oración: cada uno que piense en la propia historia. Siempre hay cosas feas en una historia, siempre. Vamos donde Jesús, llamamos al corazón de Jesús y le decimos: "¡Señor, si Tú quieres, puedes sanarme!". Y nosotros podremos hacer esto si tenemos delante de nosotros el rostro de Jesús, si nosotros entendemos cómo es el corazón de Cristo: un corazón que tiene compasión, que lleva sobre sí nuestros dolores, que lleva sobre sí nuestros pecados, nuestros errores, nuestros fracasos.
Pero es un corazón que nos ama así, como somos, sin maquillaje. "¡Señor, si Tú quieres, puedes sanarme!". Y por esto es necesario entender a Jesús, tener familiaridad con Jesús. Y vuelvo siempre al consejo que os doy: llevar siempre un pequeño Evangelio de bolsillo y leed cada día un pasaje. Llevad el Evangelio: en el bolso, en el bolsillo y también en el móvil, para ver a Jesús. Y allí encontraréis a Jesús como Él es, como se presenta; encontraréis a Jesús que nos ama, que nos ama mucho, que nos quiere mucho. Recordad la oración: ¡Señor, si Tú quieres, puedes sanarme!". Bonita oración. Que el Señor nos ayude, a todos nosotros, a rezar esta bonita oración que nos enseña una mujer pagana: no cristiana, ni judía, sino pagana.
La Virgen María interceda con su oración, para que crezca en cada bautizado la alegría de la fe y el deseo de comunicarla con el testimonio de una vida coherente, que nos dé la valentía de acercarnos a Jesús y decirle: ¡Señor, si Tú quieres, puedes sanarme!".