Queridos hermanos y hermanas, en mi tierra se dice: "Al mal tiempo buena cara". Con esta "buena cara" os digo: ¡buenos días!
Con su predicación sobre el Reino de Dios, Jesús se opone a una religiosidad que no involucra la vida humana, que no interpela la conciencia y su responsabilidad frente al bien y al mal. Lo demuestra también con la parábola de los dos hijos, que es propuesta en el Evangelio de Mateo (cfr. Mt 21, 28-32). A la invitación del padre de ir a trabajar a la viña, el primer hijo responde impulsivamente "no, no voy", pero después se arrepiente y va; sin embargo el segundo hijo, que enseguida responde "sí, sí papá", en realidad no lo hace, no va. La obediencia no consiste en decir "sí" o "no", sino siempre en actuar, en cultivar la viña, en realizar el Reino de Dios, en hacer el bien. Con este sencillo ejemplo, Jesús quiere superar una religión entendida solo como práctica exterior y rutinaria, que no incide en la vida y en las actitudes de las personas, una religiosidad superficial, solamente "ritual", en el mal sentido de la palabra.
Los exponentes de esta religiosidad "de fachada", que Jesús desaprueba, eran en aquella época «los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo» (Mt 21, 23), los cuales, según la admonición del Señor, en el Reino de Dios serán superados por los publicanos y las rameras (cfr. v. 31). Jesús les dice: "Los publicanos, es decir los pecadores, y las rameras llegan antes que vosotros al Reino de Dios". Esta afirmación no debe inducir a pensar que hacen bien los que no siguen los mandamientos de Dios, los que no siguen la moral, y dicen: "Al fin y al cabo, ¡los que van a la Iglesia son peor que nosotros!". No, esta no es la enseñanza de Jesús. Jesús no señala a los publicanos y las prostitutas como modelos de vida, sino como "privilegiados de la Gracia". Y quisiera subrayar esta palabra "gracia", la gracia, porque la conversión siempre es una gracia. Una gracia que Dios ofrece a todo aquel que se abre y se convierte a Él. De hecho, estas personas, escuchando su predicación, se arrepintieron y cambiaron de vida. Pensemos en Mateo, por ejemplo, San Mateo, que era un publicano, un traidor a su patria.
En el Evangelio de hoy, quien queda mejor es el primer hermano, no porque ha dicho «no» a su padre, sino porque después el "no" se ha convertido en un "sí", se ha arrepentido. Dios es paciente con cada uno de nosotros: no se cansa, no desiste después de nuestro «no»; nos deja libres también de alejarnos de Él y de equivocarnos. ¡Pensar en la paciencia de Dios es maravilloso! Cómo el Señor nos espera siempre; siempre junto a nosotros para ayudarnos; pero respeta nuestra libertad. Y espera ansiosamente nuestro «sí», para acogernos nuevamente entre sus brazos paternos y colmarnos de su misericordia sin límites. La fe en Dios pide renovar cada día la elección del bien respecto al mal, la elección de la verdad respecto a la mentira, la elección del amor del prójimo respecto al egoísmo. Quien se convierte a esta elección, después de haber experimentado el pecado, encontrará los primeros lugares en el Reino de los cielos, donde hay más alegría por un solo pecador que se convierte que por noventa y nueve justos (cfr. Lc 15, 7).
Pero la conversión, cambiar el corazón, es un proceso, un proceso que nos purifica de las incrustaciones morales. Y a veces es un proceso doloroso, porque no existe el camino de la santidad sin alguna renuncia y sin el combate espiritual. Combatir por el bien, combatir para no caer en la tentación, hacer por nuestra parte lo que podemos, para llegar a vivir en la paz y en la alegría de las Bienaventuranzas. El Evangelio de hoy cuestiona la forma de vivir la vida cristiana, que no está hecha de sueños y bonitas aspiraciones, sino de compromisos concretos, para abrirnos siempre a la voluntad de Dios y al amor hacia los hermanos. Pero esto, también el compromiso concreto más pequeño, no se puede hacer sin la gracia. La conversión es una gracia que debemos pedir siempre: "Señor dame la gracia de mejorar. Dame la gracia de ser un buen cristiano".
Que María Santísima nos ayude a ser dóciles en la acción del Espíritu Santo. Él es quien derrite la dureza de los corazones y los dispone al arrepentimiento, para obtener la vida y la salvación prometidas por Jesús.