En este tercer domingo de Pascua, volvemos a Jerusalén, al Cenáculo, como guiados por los dos discípulos de Emaús, que habían escuchado con gran emoción las palabras de Jesús en el camino y luego lo reconocieron «al partir el pan» (Lc 24, 35). Ahora, en el Cenáculo, Cristo resucitado se presenta en medio del grupo de discípulos y los saluda: «¡La paz con vosotros!» (v. 36). Pero estaban asustados y creían «ver un espíritu », así dice el Evangelio (v. 37). Entonces Jesús les muestra las llagas de su cuerpo y dice: «Mirad mis manos y mis pies –las llagas–; soy yo mismo. Palpadme» (v. 39). Y para convencerlos, les pide comida y la come ante su mirada atónita (cf. vv. 41-42).
Hay un detalle aquí en esta descripción. El Evangelio dice que los apóstoles "por la gran alegría no acababan de creerlo". Tal era la alegría que tenían que no podían creer que fuera verdad. Y un segundo detalle: estaban atónitos, asombrados, asombrados porque el encuentro con Dios siempre te lleva al asombro: va más allá del entusiasmo, más allá de la alegría, es otra experiencia. Y estos estaban alegres, pero una alegría que les hacía pensar: pero no, ¡esto no puede ser verdad!…. Es el asombro de la presencia de Dios. No olvidéis esto estado de ánimo, que es tan hermoso.
Este pasaje evangélico se caracteriza por tres verbos muy concretos, que en cierto sentido reflejan nuestra vida personal y comunitaria: mirar, tocar y comer. Tres acciones que pueden dar la alegría de un verdadero encuentro con Jesús vivo.
Mirar. "Mirad mis manos y mis pies" –dice Jesús. Mirar no es solo ver, es más, también implica intención, voluntad. Por eso es uno de los verbos del amor. La madre y el padre miran a su hijo, los enamorados se miran recíprocamente; el buen médico mira atentamente al paciente… Mirar es un primer paso contra la indiferencia, contra la tentación de volver la cara hacia otro lado ante las dificultades y sufrimientos ajenos. Mirar. Y yo, ¿veo o miro a Jesús?
El segundo verbo es tocar. Al invitar a los discípulos a palparle, para que constaten que no es un espíritu –¡palpadme! –, Jesús les indica a ellos y a nosotros que la relación con él y con nuestros hermanos no puede ser "a distancia", no existe un cristianismo a distancia, no existe un cristianismo solo a nivel de la mirada. El amor pide mirar y también pide cercanía, pide el contacto, compartir la vida. El buen samaritano no solo miró al hombre que encontró medio muerto en el camino: se detuvo, se inclinó, curó sus heridas, lo tocó, lo subió a su montura y lo llevó a la posada. Y lo mismo ocurre con Jesús: amarlo significa entrar en una comunión de vida, una comunión con él.
Y pasamos al tercer verbo, comer, que expresa bien nuestra humanidad en su indigencia más natural, es decir, la necesidad de nutrirnos para vivir. Pero comer, cuando lo hacemos juntos, en familia o con amigos, también se convierte en expresión de amor, expresión de comunión, de fiesta… ¡Cuántas veces los Evangelios nos muestran a Jesús que vive esta dimensión convival! Incluso como Resucitado, con sus discípulos. Hasta el punto de que el banquete eucarístico se ha convertido en el signo emblemático de la comunidad cristiana. Comer juntos el cuerpo de Cristo: este es el centro de la vida cristiana.
Hermanos y hermanas, este pasaje del Evangelio nos dice que Jesús no es un "espíritu", sino una Persona viva; que Jesús cuando se acerca a nosotros nos llena de alegría, hasta el punto de no creer, y nos deja asombrados, con ese asombro que solo da la presencia de Dios, porque Jesús es una Persona viva. Ser cristianos no es ante todo una doctrina o un ideal moral, es una relación viva con él, con el Señor Resucitado: lo miramos, lo tocamos, nos alimentamos de él y, transformados por su amor, miramos, tocamos y nutrimos a los demás como hermanos y hermanas. Que la Virgen María nos ayude a vivir esta experiencia de gracia.