Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de la Liturgia de hoy nos muestra la escena con la que comienza la vida pública de Jesús: Él, que es el Hijo de Dios y el Mesías, va a las orillas del río Jordán y se hace bautizar por Juan Bautista. Después de casi treinta años vividos en el escondimiento, Jesús no se presenta con algún milagro o subiendo a la cátedra para enseñar. Se pone en la fila con el pueblo que iba a recibir el bautismo de Juan. El himno litúrgico de hoy dice que el pueblo iba a hacerse bautizar con el alma y los pies desnudos, humildemente. Hermosa actitud, con el alma desnuda y los pies desnudos. Y Jesús comparte la suerte de nosotros, los pecadores, desciende hacia nosotros: baja al río como en la historia herida de la humanidad, se sumerge en nuestras aguas para sanarlas y se sumerge con nosotros, entre nosotros. No se eleva por encima de nosotros con el alma desnuda, con los pies desnudos, como el pueblo. No va solo, ni con un grupo de elegidos privilegiados. No: va con el pueblo. Pertenece a aquel pueblo y va con el pueblo ha hacerse bautizar con aquel pueblo humilde.
Detengámonos en un punto importante: en el momento en que Jesús recibe el Bautismo, el texto dice que "estaba orando" (Lc 3, 21). Nos hace bien contemplar esto: Jesús reza. ¿Pero cómo? Él, que es el Señor, el Hijo de Dios, ¿reza como nosotros? Sí, Jesús – lo repiten muchas veces los Evangelios – pasa mucho tiempo en oración: al inicio de cada día, a menudo de noche, antes de tomar decisiones importantes… Su oración es un diálogo, una relación con el Padre. Así, en el Evangelio de hoy podemos ver los "dos momentos" de la vida de Jesús: por una parte, desciende hacia nosotros en las aguas del Jordán; por otra, eleva su mirada y su corazón orando al Padre.
Es una gran enseñanza para nosotros: todos estamos inmersos en los problemas de la vida y en muchas situaciones intrincadas, llamados a afrontar momentos y elecciones difíciles que nos abaten. Pero, si no queremos permanecer aplastados, tenemos necesidad de elevar todo hacia lo alto. Y esto lo hace precisamente la oración, que no es una vía de escape, la oración no es un rito mágico ni una repetición de cantilenas aprendidas de memoria. No. Rezar es el modo de dejar que Dios actúe en nosotros, para captar lo que Él quiere comunicarnos incluso en las situaciones más difíciles, rezar es para tener la fuerza de ir adelante. Mucha gente que siente que no puede más y reza: "Señor, dame la fuerza para ir adelante". También nosotros, muchas veces lo hemos hecho. La oración nos ayuda porque nos une a Dios, nos abre al encuentro con Él. Sí, la oración es la clave que abre el corazón al Señor. Es dialogar con Dios, es escuchar su Palabra, es adorar: estar en silencio encomendándole lo que vivimos. Y a veces también es gritar con Él como Job, otras veces es desahogarse con Él. Gritar como Job; Él es padre, Él nos comprende bien. Él jamás se enoja con nosotros. Y Jesús reza.
La oración – para usar una bella imagen del Evangelio de hoy – "abre el cielo" (cfr. v. 21). La oración abre el cielo: da oxígeno a la vida, da respiro incluso en medio de las angustias, y hace ver las cosas de modo más amplio. Sobre todo, nos permite tener la misma experiencia de Jesús en el Jordán: nos hace sentir hijos amados del Padre. También a nosotros, cuando rezamos, el Padre dice, como a Jesús en el Evangelio: "Tú eres mi hijo, Tú eres el amado" (cfr. v. 22). Nuestro ser hijos comenzó el día del Bautismo, que nos ha inmerso en Cristo y, miembros del pueblo de Dios, nos ha hecho convertirnos en hijos amados del Padre. ¡No olvidemos la fecha de nuestro Bautismo! Si yo preguntara ahora a cada uno de ustedes: ¿cuál es la fecha de tu Bautismo? Tal vez algunos no lo recuerdan. Esto es algo hermoso: recordar la fecha del Bautismo, porque es nuestro renacimiento, ¡el momento en que hemos sido hijos de Dios con Jesús! Y cuando regresen a casa – si no lo saben – pregúntenle a la mamá, a la tía, a la abuela o a los abuelos: "Pero, ¿cuándo fui bautizado o bautizada?", y aprender esa fiesta para celebrarla, para agradecer al Señor. Y hoy, en este momento, preguntémonos: ¿cómo va mi oración? ¿Rezo por costumbre, rezo desganado, sólo recitando algunas fórmulas, o mi oración es el encuentro con Dios? Yo, pecador, ¿siempre en el pueblo de Dios, jamás aislado? ¿Cultivo la intimidad con Dios, dialogo con Él, escucho su Palabra? Entre las muchas cosas que hacemos en la jornada, no descuidemos la oración: dediquémosle tiempo, utilicemos breves invocaciones para repetir a menudo, leamos el Evangelio cada día. La oración que abre el cielo.
Y ahora nos dirigimos a la Madre, Virgen orante, que ha hecho de su vida un canto de alabanza a Dios.