¡Queridos hermanos y hermanas!
Antes de finalizar esta celebración, deseo saludar a todos vosotros, en particular a los peregrinos venidos de diferentes países, entre los cuales numerosos jóvenes. A todos, también a los que están conectados a través de los medios de comunicación, ¡deseo una feliz Semana Santa!
Estoy cerca del querido pueblo de Perú, que está atravesando un momento difícil de tensión social. Os acompaño con la oración y animo a todas las partes a encontrar lo antes posible una solución pacífica por el bien del país, especialmente de los más pobres, en el respeto de los derechos de todos y de las instituciones.
Dentro de poco nos dirigiremos a la Virgen en la oración del Ángelus. Fue precisamente el ángel del Señor que, en la Anunciación, dijo a María: «porque ninguna cosa es imposible para Dios» (Lc 1, 37). Nada es imposible para Dios. Tampoco hacer cesar una guerra de la que no se ve el final. Una guerra que cada día nos pone delante de los ojos masacres feroces y crueldades atroces cometidas contra civiles indefensos. Recemos por esto.
Estamos en los días que preceden a la Pascua. Nos estamos preparando para celebrar la victoria del Señor Jesucristo sobre el pecado y sobre la muerte. Sobre el pecado y sobre la muerte, no sobre alguno o contra algún otro. Pero hoy hay guerra. ¿Por qué se quiere vencer así, a la manera del mundo? Así solamente se pierde. ¿Por qué no dejar que venza Él? Cristo ha llevado la cruz para liberarnos del dominio del mal. Ha muerto para que reinen la vida, el amor, la paz.
¡Se depongan las armas! Se inicie una tregua pascual; pero no para recargar las armas y volver a combatir, ¡no!, una tregua para llegar a la paz, a través de una verdadera negociación, dispuestos también a algún sacrificio por el bien de la gente. De hecho, ¿qué victoria será esa que plante una bandera sobre un cúmulo de escombros?
Nada es imposible para Dios. Nos encomendamos a Él, por intercesión de la Virgen María.