Queridos hermanos y hermanos, ¡buenos días y feliz domingo!
Hoy es la solemnidad de la Santísima Trinidad, y en el Evangelio de la celebración Jesús nos presenta a las otras dos Personas divinas, al Padre y al Espíritu Santo. Dice del Espíritu: «No hablará de sí mismo, sino que recibirá de lo mío y os lo comunicará a vosotros». Y luego, respecto al Padre, dice: «Todo lo que tiene el Padre es mío» (Jn 16, 14-15). Vemos que el Espíritu habla, pero no de sí mismo: anuncia a Jesús y revela al Padre. Y vemos también que el Padre, que posee todo porque es el origen de todo, le da al Hijo todo lo que posee, no se queda con nada para sí mismo y se dona enteramente al Hijo. Es decir, el Espíritu Santo no habla de sí mismo, habla de Jesús. Y el Padre, no da sí mismo, da el Hijo. Es la generosidad abierta, uno abierto al otro.
Pasemos ahora a nosotros, a las cosas de las que hablamos y a lo que poseemos. Cuando hablamos, queremos siempre que se hable bien de nosotros y a menudo hablamos de nosotros y de lo que hacemos. ¡Cuántas veces! "Yo he hecho esto, y eso…", "tenía este problema…". Se habla siempre así. ¡Qué diferencia respecto al Espíritu Santo, que habla anunciando a los otros, el Padre, el Hijo! Y, sobre lo que poseemos, ¡qué celosos somos y cuánto nos cuesta compartirlo con los demás, incluso con los que carecen de lo necesario! De palabra es fácil, pero luego en la práctica es muy difícil.
Por ello, celebrar la Santísima Trinidad no es solo un ejercicio teológico, sino una revolución de nuestra manera de vivir. Dios, en quién cada Persona vive para la otra en continua relación, no para sí misma, nos estimula a vivir con los demás y para los demás. Abiertos. Hoy podemos preguntarnos si nuestra vida refleja el Dios en el que creemos: yo, que profeso la fe en Dios Padre e Hijo y Espíritu Santo, ¿creo verdaderamente que para vivir necesito a los demás, necesito entregarme a los demás, necesito servir a los demás? ¿Lo afirmo de palabra o lo afirmo con la vida?
Dios trino y uno, queridos hermanos y hermanas, hay que mostrarlo así, con los hechos antes que con las palabras. Dios, que es el autor de la vida, se transmite menos a través de los libros y más a través del testimonio de vida. Él que, como escribe el evangelista Juan, «es amor» (1Jn 4, 16), se revela a través del amor. Pensemos en las personas buenas, generosas, mansas que hemos conocido: recordando su manera de pensar y actuar podemos tener un pequeño reflejo de Dios-Amor. Y, ¿qué quiere decir amar? No sólo apreciar y hacer el bien, sino antes incluso, en la raíz, acoger, estar abierto a los otros, hacer sitio a los otros, dejar espacio a los otros. Esto significa amar, en la raíz.
Para entenderlo mejor, pensemos en los nombres de las Personas divinas que pronunciamos cada vez que hacemos la señal de la cruz: en cada nombre está la presencia del otro. El Padre, por ejemplo, no sería tal sin el Hijo; del mismo modo el Hijo no puede ser pensado por sí solo, sino siempre como Hijo del Padre. Y el Espíritu Santo, a su vez, es Espíritu del Padre y del Hijo. En resumen, la Trinidad nos enseña que no se puede estar nunca sin el otro. No somos islas, estamos en el mundo para vivir a imagen de Dios: abiertos, necesitados de los demás y necesitados de ayudar a los demás. Así pues, hagámonos esta última pregunta: ¿Soy un reflejo de la Trinidad en la vida de todos los días? La seña de la cruz que hago cada día –Padre e Hijo y Espíritu Santo–, esa señal de la cruz que hago todos los días, ¿se queda en un mero gesto ocioso o inspira mi manera de hablar, conocer, responder, juzgar, perdonar?
Que la Virgen, hija del Padre, madre del Hijo y esposa del Espíritu, nos ayude a acoger y testimoniar en la vida el misterio de Dios-Amor.