Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En el Evangelio de la Liturgia de este domingo leemos que "el Señor designó a otros setenta y dos [discípulos] y los envió de dos en dos delante de él a todas las ciudades y lugares a los que iba a ir" (Lc 10, 1). Los discípulos son enviados de dos en dos, no individualmente. Ir en misión de dos en dos, desde un punto de vista práctico, pareciera tener más desventajas que ventajas. Existe el riesgo de que los dos no se lleven bien, de que tengan un ritmo diferente, de que uno se canse o enferme por el camino, obligando al otro a detenerse también. En cambio, cuando uno está solo, parece que el viaje se hace más expedito y sin obstáculos. Sin embargo, Jesús no lo piensa así: no envía solitarios delante de él, sino discípulos que van de dos en dos. Preguntémonos: ¿cuál es la razón de esta elección del Señor?
La tarea de los discípulos es ir por delante a las aldeas y preparar a la gente para recibir a Jesús; y las instrucciones que Él les da no se refieren tanto a lo que deben decir, sino a cómo deben ser, es decir, no acerca del "guion" che deben decir, no, sobre al testimonio de vida, el testimonio que han de dar más que a las palabras que han de decir. De hecho, los llama obreros: es decir, están llamados a trabajar, a evangelizar por medio de su comportamiento. Y la primera acción concreta con la que los discípulos llevan a cabo su misión es precisamente la de ir de dos en dos. Los discípulos no son ‘francotiradores’, predicadores que no saben ceder la palabra a otro. Es ante todo la vida misma de los discípulos la que anuncia el Evangelio: su saber estar juntos, su respeto mutuo, su no querer demostrar que son más capaces que el otro, su referencia unánime al único Maestro.
Se pueden hacer planes pastorales perfectos, poner en marcha proyectos bien elaborados, organizarse hasta el más mínimo detalle; se pueden convocar multitudes y disponer de muchos medios; pero si no hay disponibilidad para la fraternidad, la misión evangélica no avanza. Una vez, un misionero contó que se había ido a África junto con un hermano de comunidad. Sin embargo, al cabo de un tiempo se separó de él, quedándose en una aldea donde llevó a cabo con éxito una serie de actividades de construcción para el bien de la comunidad. Todo funcionaba bien. Pero un día tuvo un sobresalto: se dio cuenta de que su vida era la de un buen empresario, ¡siempre entre obras y papeleo! Pero… y el "pero" se quedó allí. Entonces, dejó la gestión en manos de otros, a los laicos, y volvió con su hermano. Así comprendió por qué el Señor había enviado a los discípulos "de dos en dos": la misión evangelizadora no se basa en el activismo personal, es decir, en el "hacer", sino sobre el testimonio de amor fraterno, incluso a través de las dificultades que conlleva convivir con otro.
Así que podemos preguntarnos: ¿cómo llevamos la buena noticia del Evangelio a los demás? ¿Lo hacemos con espíritu y estilo fraterno, o a la manera del mundo, con protagonismo, competitividad y centralidad en la eficacia? Preguntémonos si tenemos la capacidad de colaborar, si sabemos tomar decisiones juntos, respetando sinceramente a los que nos rodean y teniendo en cuenta su punto de vista, si lo hacemos en comunidad, no solos. En efecto, es sobre todo así como la vida del discípulo deja traslucir la del Maestro, anunciándolo verdaderamente a los demás.
Que la Virgen María, Madre de la Iglesia, nos enseñe a preparar el camino del Señor con el testimonio de la fraternidad.