Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de la Liturgia de hoy narra la parábola del buen samaritano (cfr. Lc 10, 25-37); todos la conocemos. Como telón de fondo, el camino que desciende desde Jerusalén hasta Jericó; a un lado, yace un hombre al que los ladrones han golpeado y robado. Un sacerdote que pasa lo ve pero no se detiene, sigue adelante; lo mismo hace un levita, esto es, un encargado del culto en el templo. «En cambio –dice el Evangelio–, un samaritano que viajaba por allí, al pasar junto a él, lo vio y tuvo compasión» (v. 33). No olvidemos estas palabras: "tuvo compasión"; es lo que siente Dios cada vez que nos ve en dificultad, en pecado, en una miseria: "tuvo compasión". El evangelista desea precisar que el samaritano viajaba. Por tanto, aquel samaritano, a pesar de tener sus propios planes y de dirigirse a una meta lejana, no busca excusas y se deja interpelar por lo que sucede a lo largo del camino. Pensémoslo: ¿No nos enseña el Señor a comportarnos precisamente así? A mirar a lo lejos, a la meta final, poniendo al mismo tiempo mucha atención en los pasos que hay que dar, aquí y ahora, para llegar a ella.
Es significativo que los primeros cristianos fuesen llamados "discípulos del Camino" (cfr. Hch 9, 2). El creyente, en efecto, se parece mucho al samaritano: como él, está de viaje, es un viandante. Sabe que no es una persona "que ha llegado", y desea aprender todos los días siguiendo al Señor Jesús, que dijo: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14, 6). Yo soy el Camino: el discípulo de Cristo camina siguiéndolo a Él, y así se hace "discípulo del Camino". Va detrás del Señor, que no es sedentario sino que está siempre en camino: por el camino encuentra a las personas, cura a los enfermos, visita pueblos y ciudades. Así actuó el Señor, siempre en camino.
De este modo, el "discípulo del Camino" –es decir, nosotros los cristianos– ve que su modo de pensar y de obrar cambia gradualmente, haciéndose cada vez más conforme al del Maestro. Caminando sobre las huellas de Cristo, se convierte en viandante y aprende –como el samaritano– a ver y a tener compasión. Ve y siente compasión. Ante todo, ve: abre los ojos a la realidad, no está egoístamente encerrado en el círculo de sus propios pensamientos. En cambio, el sacerdote y el levita ven al desgraciado pero es como si no lo hubiesen visto, pasan de largo, miran a otro lado. El Evangelio nos educa a ver: guía a cada uno de nosotros a comprender rectamente la realidad, superando día tras día ideas preconcebidas y dogmatismos. Muchos creyentes se refugian en dogmatismos para defenderse de la realidad. Y, además, seguir a Jesús nos enseña a tener compasión: a fijarnos en los demás, sobre todo en quien sufre, en el más necesitado, y a intervenir como el samaritano: no pasar de largo sino detenerse.
Ante esta parábola evangélica puede suceder que culpabilicemos o nos culpabilicemos, que señalemos con el dedo a los demás comparándolos con el sacerdote y el levita: "¡Este y aquel pasan de largo, no se detienen!"; o que nos culpabilicemos a nosotros mismos enumerando nuestras faltas de atención al prójimo. Pero quisiera sugerir otro tipo de ejercicio. Cierto, cuando hemos sido indiferentes y nos hemos justificado, debemos reconocerlo; pero no nos detengamos ahí. Hemos de reconocerlo, es un error, pero pidamos al Señor que nos haga salir de nuestra indiferencia egoísta y que nos ponga en el Camino. Pidámosle que nos haga ver y tener compasión. Esta es una gracia, tenemos que pedirla al Señor: "Señor, que yo vea, que yo tenga compasión, como Tú me ves a mí y tienes compasión de mí". Esta es la oración que os sugiero hoy: "Señor, que yo vea, que yo tenga compasión, como Tú me ves y tienes compasión de mí". Que tengamos compasión de quienes encontramos en nuestro recorrido, sobre todo de quien sufre y está necesitado, para acercarnos y hacer lo que podamos para echar una mano.
A menudo, cuando me encuentro con algún cristiano o cristiana que viene a hablar de cosas espirituales, le pregunto si da limosna. "Sí", me dice. –"Y, dime, ¿tú tocas la mano de la persona a la que das la moneda?" –"No, no, la dejo caer". –¿Y tú miras a los ojos a esa persona? –"No, no se me ocurre". Si tú das limosna sin tocar la realidad, sin mirar a los ojos de la persona necesitada, esa limosna es para ti, no para ella. Piensa en esto: "¿Yo toco las miserias, también esas miserias que ayudo? ¿Miro a los ojos a las personas que sufren, a las personas a las que ayudo?" Os dejo este pensamiento: ver y tener compasión.
Que la Virgen María nos acompañe en esta vía de crecimiento. Que Ella, que nos "muestra el Camino", esto es, Jesús, nos ayude también a ser cada vez más "discípulos del Camino".