Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En el Evangelio de la Liturgia de hoy, un hombre dirige esta petición a Jesús: «Maestro, di a mi hermano que reparta la herencia conmigo» (Lc 12, 13). Es una situación muy común, problemas similares siguen estando a la orden del día: ¡cuántos hermanos y hermanas, cuántos miembros de una misma familia se pelean desgraciadamente, y quizás ya no se hablan, a causa de la herencia!
Jesús, respondiendo a ese hombre, no entra en detalles, sino que va a la raíz de las divisiones causadas por la posesión de cosas, y dice claramente: «Guardaos de toda codicia» (v. 15). ¿Qué es la codicia? Es la avidez desenfrenada de bienes, querer enriquecerse siempre. Es una enfermedad que destruye a las personas, porque el hambre de posesión es adictiva. El que tiene mucho nunca está satisfecho: siempre quiere más, y sólo para sí mismo. Pero así ya no es libre: está apegado, es esclavo de lo que paradójicamente debería haberle servido para vivir libre y sereno. En lugar de servirse del dinero, se convierte en un siervo del dinero. Pero la codicia es también una enfermedad peligrosa para la sociedad: por su culpa hemos llegado hoy a otras paradojas, a una injusticia como nunca antes en la historia, donde pocos tienen mucho y muchos tienen poco o nada. Pensemos también en las guerras y los conflictos: el ansia de recursos y riqueza está casi siempre implicada. ¡Cuántos intereses hay detrás de una guerra! Sin duda, uno de ellos es el comercio de armas. Este comercio es un escándalo al que no debemos ni podemos resignarnos.
Jesús nos enseña hoy que, en el fondo de todo esto, no hay sólo unos pocos poderosos o ciertos sistemas económicos: en el centro está la codicia que hay en el corazón de cada uno. Así que preguntémonos: ¿cómo es mi desprendimiento de las posesiones, de las riquezas? ¿Me quejo de lo que me falta o me conformo con lo que tengo? ¿Estoy tentado, en nombre del dinero y las oportunidades, a sacrificar las relaciones y sacrificar el tiempo por los demás? Y también, ¿sacrifico la legalidad y la honestidad en el altar de la codicia? Digo "altar", altar de la codicia, pero ¿por qué he dicho altar? Porque los bienes materiales, el dinero, las riquezas pueden convertirse en un culto, en una verdadera idolatría. Por eso Jesús nos advierte con palabras fuertes. Dice que no se puede servir a dos señores, y -prestemos atención- no dice Dios y el diablo, no, ni siquiera el bien y el mal, sino Dios y las riquezas (cf. Lc 16, 13). Uno espera que diga que no se puede servir a dos señores, a Dios y al diablo. En cambio, dice: a Dios y a las riquezas. Servirse de las riquezas sí; servir a la riqueza no: es idolatría, es ofender a Dios.
Entonces –podríamos pensar– ¿no se puede desear ser ricos? Por supuesto que se puede, es más, es justo desearlo, es bueno hacerse rico, ¡pero rico según Dios! Dios es el más rico de todos: es rico en compasión, en misericordia. Su riqueza no empobrece a nadie, no crea peleas ni divisiones. Es una riqueza que ama dar, distribuir, compartir. Hermanos, hermanas, acumular bienes materiales no es suficiente para vivir bien, porque -repite Jesús- la vida no depende de lo que se posee (cf. Lc 12, 15). En cambio, depende de las buenas relaciones: con Dios, con los demás y también con los que tienen menos. Entonces, preguntémonos: ¿cómo quiero enriquecerme? ¿quiero enriquecerme según Dios o según mi codicia? Y volviendo al tema de la herencia, ¿qué herencia quiero dejar? ¿Dinero en el banco, cosas materiales, o gente feliz a mi alrededor, buenas obras que no se olvidan, personas a las que he ayudado a crecer y madurar?
Que la Virgen nos ayude a comprender cuáles son los verdaderos bienes de la vida, los que permanecen para siempre.